Entre lo mucho escrito a cuenta de la salida de Iker Casillas del Real Madrid, he leído una carta que le dirigió Xavi Hernández y que publicó La Vanguardia. Xavi, que es culé por los cuatro costados, habla del portero (ya del Oporto) con cariño, con admiración, con respeto, y expresa en esa carta la pena que le ha causado la salida "descafeinada" del mítico portero madridista. No ha sido el único. Casillas es un deportista que no deja impasibles y su marcha del Real Madrid ha estado envuelta en una polémica enconada entre partidarios y detractores del club, de sus dirigentes, del futbolista y de su decisión.

Xavi se declara amigo de Casillas por encima de los colores y asegura que para él es "el portero más decisivo", que "cambió la historia de la selección con aquella tanda de penaltis contra Italia". Los futboleros sabrán bien a qué se refiere. Tras su particular inventario de reconocimientos, Xavi se pregunta "¿cómo no se puede valorar a Iker?". Por las razones que va detallando afirma que "le sabe muy mal" lo que ha pasado con él y nos invita a reflexionar cuando dice: "No puede ser que los deportistas en España no puedan hacerse mayores sin que se les falte el respeto, sin que se deje de valorar todo lo que han hecho por su deporte, al contrario, buscando sus defectos, a veces con mala leche". Ni en el deporte ni en cualquier otra área de la vida, me parece a mí. Yo diría que el fondo del pesar de Xavi Hernández destila un anhelo de agradecimiento.

En ocasiones, somos ligeros pasando página con quienes han dado algo valioso de sí mismos y de alguna manera han hecho nuestra vida mejor. Quizás más llevadera, quizás más confortable, quizás más divertida, quizás más soportable. Gente que merece nuestra gratitud.

Estos días he visto "La vida de Pi", una película que tiene un puñado de reconocimientos internacionales y que obtuvo cuatro premios Oscar en 2012, entre otros mejor director y mejor fotografía. Lo que más me interesó de la historia fue la despedida entre Pi y el tigre de bengala al que había logrado salvar la vida después del naufragio. A la amenaza que supone permanecer perdido en el mar al capricho de las olas o de las tormentas, sin comida ni agua, al chico se le unió la presencia del tigre. El caso es que Pi se las ingenió para proteger no solo su vida, sino también la del animal, al que "adiestró" para compartir el bote sin ser devorado.

Tras meses de sufrimiento, el día que Pi, exhausto, empuja la embarcación hasta una playa, cae rendido en la arena. Y desde aquella posición, tendido, sin apenas poder mover una pestaña, observa cómo el tigre de un salto desciende a tierra, se dirige hacia el interior y se marcha para siempre. Sin girar la cabeza ni un instante, sin un gesto cómplice, sin una mirada siquiera. En la siguiente escena, Pi es rescatado por unos hombres que le llevan en volandas y en ese momento llora y se lamenta amargamente. Aquella indiferencia del tigre en una despedida ingrata le partió el alma. Buena metáfora.

La ingratitud escuece, creo yo, más que por la aspereza del trato como cuestión formal, por el desafecto, por la falta de estima que explicita.

Cuando decimos hago esto o aquello pero no espero que me lo agradezcan, no sé si estamos siendo del todo sinceros. De alguna forma necesitamos sentirnos correspondidos en la entrega, sentir que lo que damos es valorado. Ese valor es la parte de nosotros mismos que donamos y cuando alguien lo agradece reconforta como un abrazo.

@rociocelisr

cuentasconmipalabra.com