Hace muchos años -más de los que yo quisiera- asistí a la presentación de un libro en la Casa de la Cultura de mi pueblo. El presentador, famoso como el propio autor de la obra presentada, me pareció que hacía un buen trabajo porque, aparte de tener facilidad expresiva, contaba con una voz agradable y sus pausas eran acertadas. En fin: que me gustó. Pero me ocurre, amigos, que yo no conocía el contenido de la publicación. Cuando, unos días después, mis ojos se posaron en el libro de referencia, pude observar que no es oro todo lo que reluce. El contenido político superaba con creces al puramente literario. Nada nuevo, por otra parte; también hoy ocurren estas cosas. Y hace siglos, también, porque cabría preguntarse: ¿No ocurría lo mismo en tiempos de Lope, Góngora y Quevedo?
Un día leí la opinión del señor Cela sobre estos temas. Decía, más o menos, que la obra de Unamuno, Valle Inclán, Azorín y Baroja fue siempre positiva. Pero un contemporáneo del Nobel gallego, el periodista y escritor Francisco Umbral, llevaba sus opiniones justamente al otro extremo. Me parece que podían aceptarse sus comentarios sobre Unamuno y Valle. Pero su opinión sobre Azorín y, sobre todo, de Baroja era, no solo negativa, sino hiriente, ofensiva... De Azorín afirmaba una cosa así como que no eran cortas sus frases, sino que lo que resultaba corta era su inteligencia. O sea que "La ruta de don Quijote", "Los pueblos"... eran libracos -la palabreja es mía, pero tanto monta- que nada aportaban a nuestra Literatura.
Lo escrito sobre Baroja fue aún más ofensivo e hiriente; llegaba incluso al insulto personal, aunque siempre refiriéndose a su paupérrima inteligencia. Uno entiende perfectamente que cada lector tenga sus escritores predilectos. A mí también me ocurre. Pero creo que los escritores deberían ser juzgados por su estilo, por el contenido de sus obras, por el dibujo de sus personajes... Pero sin influencias de otro matiz...
Cuanto llevo escrito me lo ha sugerido la relectura de "Confieso que he vivido", magnífico libro, de don Pablo Neruda, por el lirismo -aunque el libro esté escrito en prosa- que se ve con claridad en toda -casi toda- la publicación del escritor chileno. Lástima, sin embargo, que el autor haya dado entrada en muchas de las páginas escritas a ese matiz político que lo dominó siempre. Y no es solo eso; habrá que añadir que en esas opiniones se muestra absolutamente parcial a favor de una tendencia.
Abro el libro al azar y leo: "Desde aquella época, y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida" (Pág. 74). Cierro el libro y vuelvo a abrirlo otra vez. Estoy en la página 182 y leo: "Aunque el carnet de militante lo recibí mucho más tarde en Chile, cuando ingresé oficialmente en el partido, creo haberme definido a mí mismo como un comunista durante la guerra de España". Entiendo perfectamente la postura del señor Neruda. Entiendo también que odiara a Hitler, Mussolini, Franco y a su propio presidente, Eduardo Frei. Pero no deja de sorprenderme cuando leo los elogios, alabanzas y piropos del escritor chileno dirigidos a Stalin, Lenín, Mao, Fidel... Me pregunto: ¿Cuáles eran las diferencias de comportamiento de unos y otros? Como este artículo se ha desviado también hacia la política, recojo velas para reproducir otras palabras de Neruda sobre Alberti, al que no solo compara con Góngora, Jorge Manrique, Bécquer... sino que se atreve a decir que "Alberti significa el esplendor de la poesía española". ¿Dónde metemos entonces a Machado, San Juan de la Cruz, Lorca, Salinas, Guillén, Cernuda, Miguel Hernández, Gerardo Diego, Dámaso Alonso...
¡Ay, la dichosa parcialidad!