Ahora hay signos de maldad en todas partes; si no fuera porque la maldad tiene tantos años como la vida misma, se diría que este es el siglo de la maldad. Torquemada está en todas partes, quemando y asesinando a los que no opinan como él, y ese espíritu, que se esparce por Oriente y por Occidente, y que tiene su expresión más feroz en esos degollamientos que ejecutan jóvenes y maduros en los montes de Siria es la expresión contemporánea de un mal viejo, el mal del que somos capaces los humanos.

El siglo XX ya fue un mal siglo; entre nosotros nos matamos, en una guerra incivil que dura aún en el espíritu maniqueo de muchos ciudadanos que hacen burla del dolor de otros, y que son capaces de ignorar ese sufrimiento que padecen los que han perdido a los suyos y no saben ni dónde están sus restos. Siglo malo el siglo XX, y esa secuela de maldad está en todos los rincones del siglo XXI. En Estados Unidos, por ejemplo, donde hay tanta preocupación por lo que pasa en otros lugares del mundo, hay ciudadanos que enloquecen con una pistola al hombro y disparan y matan a mansalva, por la raza o porque sí.

Terrible siglo XXI, tan joven y ya tan malo. Ahora, cerca de Madrid, una joven que acababa de parir dejó a su niño en un contenedor de la basura. Un muchacho de La Palma mató con fuego a su expareja por el simple hecho de haberla perdido; y por el hecho de haberla perdido la hizo perder a ella la vida y a los que la rodeaban y querían los privó también de su afecto y de su historia, que acababa de comenzar con la ilusión intacta con que empiezan todas las historias.

Es la maldad, grande o pequeña; está también el regocijo de la maldad, aquella que se ejerce simplemente para dañar al otro, la que describe con la minuciosidad obsesiva de la paranoia vengativa el cuento El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti. Se trata de dañar por dañar, por venganzas chiquitas o por pequeños detalles. Esa maldad empieza hablando de otros con el rabo de los labios, insinuando que el otro, el que no está, el ausente, está mal de salud o de dinero o de trabajo, o que ha tenido esta u otra desgracia; es la maldad esquinera, que empieza por la afición al cotilleo y que termina siendo de palabras mayores, más punzantes o más alevosas que el simple cotilleo de barrio o de revista avejentada.

Tuve un amigo que murió ya, atormentado además por la maldad de que había sido objeto, que todos los viernes recibía una carta sin remite, como las cartas que escribía la protagonista de El infierno tan temido; unas veces era la tortura de una amenaza, otras era el esparcimiento de un rumor malévolo, y a veces directamente se pasaba en ese género de cartas al insulto puro y despiadado; pasaron semanas, meses y años, y esa amenaza se fue construyendo (hasta su muerte y más allá) como un muro oscuro que este amigo no pudo saltar, no porque no tuviera energías, sino porque ni sus energías eran capaces de ayudarle.

Cuando el amigo se quejaba en público de esa percusión cuyo origen se le había perdido ya en una incomprensible nebulosa, los que estaban alrededor se reían de él: no hagas caso, le decían. Hasta que a los amigos empezaron a llegarles esas cartas, con otros argumentos, con otras amenazas, con la misma aviesa intención de dañarlos. Entre ellos se ocultaron luego esas cartas, no le dijeron nada de que recibían parecida correspondencia, porque realmente sintieron que eran víctimas de una locura que no podían explicar y que, por tanto, tampoco podían decir: les producía vergüenza.

Eran pequeñas maldades grandes, como las que a veces perpetran en periódicos y otras publicaciones personas que han perdido el escrúpulo de controlar su poder de dañar, que consideran que herir a los demás no es un acto lesivo sino una broma más de la que es otro al que ha de quejarse y no la sociedad a la que él mismo pertenece. No es, evidentemente, una maldad como las de Torquemada, pero en la mirada del que ejerce el mal de usar palabras para derribar a las personas y sus prestigios algo hay de ese reojo regocijado de los torquemadas del mundo.