¿Y si ingresamos al abuelo en una residencia? Allí estará bien atendido y mejor que en casa. Así proponen algunos hijos que no pueden, no quieren o no saben ocuparse del anciano padre.

Efectivamente. Las familias que conviven con algún anciano suelen plantearse muy a menudo la duda, generalmente moral, de si le ingresan o no en una residencia geriátrica para que pase allí el resto de su vida.

En mi opinión, el ingreso de un anciano en una residencia debe realizarse, por lo general, y según los expertos, sólo cuando la asistencia social o familiar en el propio domicilio no cubra las atenciones y cuidados que el anciano necesita, o cuando la familia se encuentra impotente para hacerlo por sí sola o con ayudas sociales, o bien cuando sea imprescindible y necesario el tratamiento a seguir por personal especializado: médicos, fisioterapeutas, psicólogos y auxiliares que ayuden al anciano enfermo en todo lo que su delicada salud requiere de forma digna y eficaz, como persona que no se puede valer por sí misma.

Así es. Hay que distinguir entre el anciano sano, aunque con los inevitables achaques propios de la edad, del anciano enfermo físico o mental. Lógicamente, aquel que conserva las suficientes facultades para valerse por sí mismo requerirá un mínimo de atenciones, tal vez un apoyo moral y afectivo, pudiendo ser considerado, dentro de sus limitaciones, un componente más de la familia en el hogar. Normalmente, este tipo de ancianos no suele despertar en la familia la duda sobre su domiciliación. En cambio, el anciano enfermo físico o psíquico que requiere una atención médica y cuidados especiales por hallarse notablemente disminuido o encamado sí suele plantear problemas en el hogar, siendo necesario su internamiento en un centro especializado, público o privado.

Una medida que podría resultar factible, desde el punto de vista económico para las arcas públicas, podría ser conceder o aumentar las ayudas a las familias que tengan a su cargo el cuidado de ancianos, a fin de evitar tener que recurrir al triste final de ingresarlos en la soledad de un asilo, en medio de la frialdad de los familiares y allegados. Medida que sería menos onerosa para la familia y, sobre todo, para los servicios sociales que el sostenimiento de las residencias para ancianos de gestión pública.

La permanencia del anciano en su hogar y al cuidado de sus familiares es, según opiniones cualificadas, lo más conveniente. A pesar de ello, algunos optan por ingresarlos en una residencia para evitar o no tener que atender a su cuidado. Pero pongámonos en el lugar del anciano y contestemos con sinceridad: ¿cuál sería nuestro estado de ánimo si nuestros hijos nos ingresaran en una residencia? De gran tristeza, pues nos faltarían el cariño, la compañía y el recuerdo de nuestra familia que perduran dentro de nuestro ser y que nada ni nadie puede sustituir, porque son ajenos a todo tipo de residencias. Téngase en cuenta que los ancianos tienden a refugiarse en su pasado, ya que en muchos casos es lo único que les queda, pues el presente y el futuro pierden su valor.

¡Ya verás, papá, como aquí estarás bien atendido! Podrás leer, ver la tele, pasear por los jardines, descansar bien... Veamos. Un anciano no quiere una residencia "cinco estrellas"; no quiere vivir en una jaula de oro, pues no la puede disfrutar. Lo que realmente necesita y quiere, con toda su alma, es cariño; que sus hijos y nietos no se olviden de él y que le vengan a visitar frecuentemente. Lo demás, poco o nada le importa porque lo tiene cubierto. Quienes hayan visitado una residencia habrán observado la cara de tristeza de algunos ancianos casi olvidados. ¡Qué triste es acabar su existencia así!