Vergüenza es un sentimiento penoso de pérdida de dignidad por alguna falta cometida. Y vergüenza ajena es la que uno siente por lo que otro hace o dice.

Ese "otro", allegado o no, puede afectar la sensibilidad colectiva de la que forma parte, aunque su capacidad representativa sea mínima, por mor de un precario protocolo institucional, contaminado en el fondo y manipulado en las formas.

En esta surrealista "nueva transición" estamos asistiendo a actuaciones oficiales de "¡tierra, trágame!" apenas relacionadas con símbolos, banderas o himnos. Pitada en el Nou Camp, la estelada en Berlín, el busto de Juan Carlos I arrancado del ayuntamiento de Barcelona, el compulsivo cambio de nombre de calles -que debieran ser simples números para evitar gastos y perturbaciones ciudadanas a cada cambio de tortilla- y continuos gestos mediáticos, bien promocionados, para intentar significar que el cambio -necesario cambio- está depositado en los nuevos salvadores de patrias, que empezaron agrediendo mucho, luego aflojaron por aquello de la alarma social y de nuevo se están significando con gran prepotencia gestual, quizá para compensar con fotos la falta de programas viables y creíbles.

Por culpa de quienes tan mal lo han hecho en estos tres quinquenios del nuevo siglo, donde y cuando todo estaba a favor de este magnífico pueblo soberano; en lugar de respetar sus derechos y defender sus legítimos intereses, la casta política dedicó sus esfuerzos a proteger sus parcelas de poder y blindar poltronas, hoy nos vemos afectados por un principio de acción-reacción popular que se gestó el 15-M, se desarrolló a partir del ideario de Stephan Hessel ("¡Indignaos!") y el del también recién fallecido, el insigne José Luis Sampedro, para culminar con la aparición de movimientos políticos extremistas, con intención de canalizar las sinergias emergentes.

Actuaciones radicales, basadas en resentimientos históricos, rencores ancestrales y sentimientos de venganza cultivados durante más de medio siglo de una memoria histórica demasiado trabajada como yacimiento de votos... ¿Hasta qué fecha debería retroceder el repaso de cuentas pendientes?

Recuerdo, como zaragozano de nacimiento, cómo de niño tuve que superar el sentimiento de odio patológico contra los franceses (los gabachos) que se me inoculó en clase de Historia por la masacre de las tropas napoleónicas en "los sitios de la heroica Zaragoza". Ni siquiera había pasado siglo y medio desde que afectó a mis antepasados no muy lejanos, pero tuve la gran suerte de crecer en una familia donde el adoctrinamiento de odios y rencores pasados no existía. Puedo asegurar que, con el tiempo, por razones profesionales y, sobre todo, afectivas, he disfrutado de la amistad profunda y afectos definitivos con amigos franceses, a los que jamás se me ocurrió preguntarles si alguno de sus tatarabuelos anduvo por el Ebro allá por 1810.

Considero un acto de inteligencia elemental tener en cuenta los "contextos históricos" a la hora de juzgar gestas o episodios heroicos de épocas que nada tienen que ver con la civilización actual. Eran otros parámetros, distintos principios y conceptos morales que han evolucionado, desde Alejandro Magno a las dos guerras mundiales, a través de Atila, Gengis Kan o el Imperio Romano. Sin pasar por alto el descubrimiento de América o la colonización británica.

Aunque quizá todavía falte cierto pulimento para lograr la excelencia actual de una calidad humana que, en virtud de las comentadas actuaciones poco edificantes, para mayor inri, se nos juzgan desde fuera con conceptos actuales, para vergüenza ajena de quienes nos sentimos privilegiados por ser españoles.

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