En España hacemos leyes que protegen los símbolos del Estado. Es la muestra de que no somos realmente una nación. Cuando paseas por las calles de un país como Estados Unidos te das cuenta de que allí no hacen falta leyes que protejan su bandera. Si se te ocurriera quemar una, te detendrían, pero posiblemente para salvarte la vida de la gente que querría lincharte. Cuando suena el himno norteamericano en cualquier actividad deportiva, el público puesto en pie y con la mano en el corazón canta desafinando la letra, que, como todas las letras de himnos nacionales, es un pestiño nacionalista. Las banderas de Estados Unidos, de Cuba, de Rusia, de Japón, de Italia o de Puerto Rico, entre otras muchas naciones, están en camisetas, gorras y prendas deportivas de marcas internacionales. La gente se siente orgullosa de llevarlas. Un sentimiento que en España posee una insólita minoría.

Este país se ha querido hacer siempre por decreto ley. Como si escribir palabras en una Constitución fuese un conjuro capaz de hacer un encantamiento general. Pero no es así. La gente se mueve por sentimientos que a veces, como en el mundial de fútbol de Sudáfrica, son pasiones. La certidumbre intelectual es que no existe ninguna nación, ninguna bandera, ningún Estado, que no sea fruto de la invención o la conveniencia, de la guerra o la sangre. La inteligencia no puede ser nacionalista, sino universalista. Pero nuestro pequeño mundo está dividido en Estados aún más pequeños y hostiles que han levantado fronteras y han numerado a sus ciudadanos como serviles ovejas.

En el intestino de España no hay nación, hay pueblos, nacionalidades, subdivisiones... Desde hace más de dos siglos nadie, excepto el último dictador sangriento, se ha dedicado nunca a construir una idea nacional ni a soplar en las brasas de unos sentimientos de orgullo que han tenido pocos cauces para manifestarse. Mientras España se refugiaba en Madrid y en el Boletín Oficial para hacer Estado, las autonomías se sumergieron en la exaltación de la propia historia, de la propia lengua, de la propia nación. Después de cuarenta años de todo esto, ¿de verdad esperamos otra cosa que lo que está pasando?

Decía un sabio que si un idiota deja encerrados algunos días en la misma caja a un gato y un tazón de leche, no puede extrañarse si al abrir la caja el gato se ha bebido la leche. A nosotros nos han dejado cuatro décadas. El orgullo nacional no crece con sanciones. Ni multas. Hasta hace poco, la bandera y el himno eran, para muchos de nosotros, recuerdos de un general llamado Franco que los jóvenes de hoy ni conocen ni maldita la falta que les hace. En la dictadura, exagerando, ser antiespañol era ser antifranquista. Hoy simplemente es de pollaboba. Viajamos hacia los Estados Unidos de Europa y sólo una enorme estupidez nos impedirá comprender que una cosa es el autogobierno y otra la autarquía. Hoy ya da igual que no seamos una nación. Somos pueblos de Europa. El modelo de Estado español puede ser autonómico, federal o confederado. Lo que no puede ser es imbécil. Que es lo que es.