El ser humano busca la felicidad. Lo saben desde los padres fundadores de Norteamérica hasta los diputados que oyeron a Clavijo citar el ya famoso discurso de su predecesor, Adán Martín, aquel tipo fantástico que inexplicablemente fue además un gran presidente de Gobierno.

Para buscar la felicidad, el ser humano hace cosas insólitas. Por ejemplo, el otro día me convenció mi mujer para ir al Sur, a un concierto del cantante portorriqueño Marc Anthony. Mis gustos musicales son más bien extraños -por no decir eclécticos- porque escucho cosas tan incompatibles como el country, la música clásica o el folclore sudamericano, que forman una combinación pavorosa. Pero la música me gusta, así que acepté.

¿Y qué es lo que acepté? Para empezar, una hora para llegar hasta el Sur. Y todo para encontrarte una cola de coches que llegaba a la misma autopista. Eso para empezar. Porque luego llegó una interminable odisea para intentar desprenderme del coche en algún aparcamiento que no existe en las modernas pero cerradas vías de una urbanización que Arona tiene por abrir desde que Franco era corneta. Después de dar veinte mil vueltas, entre grandes piedras que cierran calles (un elemento decorativo autóctono para el turismo) y dejar el coche de cualquier manera sobre un terraplén de tierra, me pegué una pateada kilométrica para llegar al lugar del concierto. Dejé el coche tan pero tan tan lejos, que si hubiese venido caminando desde Santa Cruz la distancia habría sido sólo un poco mayor. Pero al fin llegué. ¿Al concierto? No. A una cola de miles de personas que estaban hacinadas a las puertas del estadio donde se celebraba el acto. El evento, como dicen los modernos. Bajo un sol de justicia aguanté dentro de una larga hilera de seres humanos que parecía la marcha del pueblo judío por el desierto. Pero sin marcha. Y por último pasé por los controles de seguridad de unos tipos musculados y mal encarados a los que, como a todos los que están en las aduanas, fronteras y demás perímetros, se les debe pagar un complemento por hacer su trabajo poniendo de mala leche a todo el mundo.

Por fin arribamos al interior del estadio donde se celebraba el concierto y pude comprobar que nuestro sitio, por el que habíamos pagado una considerable suma de euros, estaba en un lugar desde el que se divisaba el escenario a la misma distancia desde la que un parado canario ve un puesto de trabajo. Se veía tan lejos que parecía otra isla. Estaba en mitad de un gentío enorme, sudoroso, agitado, con alguna gente alterada por la ingestión de sustancias posiblemente delictivas de sólo pensarlas. Para alguien que tiene uno poco de fobia a estar rodeado de mucho personal el asunto es peliagudo. Pero así tuve que esperar como una media hora hasta que salió el artista. Entonces el público estalló en un delirio. El tal Anthony se puso a cantar y todo el mundo se lanzó a bailar y a corear letras. La gente se lo pasaba bomba brincando y levantando los brazos. Por un segundo pensé que estaba en los carnavales porque había letrinas portátiles y colas para usarlas, unos pocos bares donde conseguir una cerveza implica esperar media hora y gente por todas partes, rodeándote, asfixiándote.

El artista, en la distancia, era una cosa minúscula, una figurita como de un belén, perdida allá lejos. En realidad, lo tenías que seguir a través de una enorme pantalla que está sobre el escenario. Así que al cabo de un rato, animado por la segunda cerveza caliente, me pregunté si para verlo así no sería mejor hacerlo en el televisor de plasma de tu casa, con una jarra fresca en la mano y tirado en tu sillón favorito. Y se me ocurrió comentárselo a mi mujer, que llevaba bailando media hora y cantando las canciones del tal Anthony. Entonces se paró y me miró con cara de desprecio. Había cometido un grave error. Pero el artista vino en mi ayuda. De repente se dirigió a las mujeres de todo el estadio y soltó un beso, "muaaac", en el micrófono. Y se produjo una detonación emocional que convirtió al público femenino en una masa histérica. Quedé rápidamente olvidado de nuevo. Un tipo extrañamente inmóvil, con un vaso de plástico en la mano, en medio de veinte mil personas saltando y gritando de alegría . Salvado por un "muaaaaccc". Dos horas después volví a casa completamente roto, magullado a empujones y pisotones. Un concierto es como una misa, pero con el cura pegando berridos. Yo me he declarado firmemente ateo de sillón. A ver si me dejan.