Siempre he creído que uno de los mayores errores que cometimos los españoles al apostar por la España de las autonomías fue pensar que dicha iniciativa resultaría, a lo largo, positiva para nuestro bienestar político, económico y social; ahora ya sabemos que ninguna comunidad está contenta con su propio destino porque, invariablemente, termina comparándose con las demás, que, inevitablemente, siempre tienen algo más o distinto que la nuestra: ya sea el idioma, la historia, las balanzas fiscales, el afán de la independencia o el cariño o el desdén del gobierno central.

Al margen de desavenencias coyunturales, es más que evidente que el mantenimiento del entramado organizativo de dichas comunidades ha disparado exponencialmente el gasto público hasta hacerlo insoportable, además de quedar más que demostrado que el que más ha perdido con todo este experimento de arquitectura política ha sido el propio ciudadano al comprobar que, dependiendo del lugar donde resida, no todos somos iguales en materia de justicia, sanidad, hacienda o educación.

Y hablando de educación es donde entra la izquierda, la cual, junto a los nacionalistas, han procurado sistemáticamente boicotear cuando no derogar directamente todas las leyes educativas promovidas por los gobiernos del Partido Popular, sin permitir que prosperara ningún consenso de ámbito nacional. Ya se sabe que para la izquierda seudoprogresista la educación es un medio más de adoctrinamiento que les sirve como vehículo idóneo para preparar a sus bases -nuestros hijos e hijas, no nos engañemos- para ganar en primer lugar la batalla de las ideas para, a continuación, obtener el poder; y, una vez obtenido el mando, imponer sus propias reglas manipulando de camino la historia y la verdad a través de la impostura y la propaganda, no admitiendo más criterios que los propios, ni más supremacía moral que la que dicta el partido al que pertenecen.

Esto se traduce en que, cuando una persona se autodefine como de izquierdas, no está obligada a justificar sus acciones u omisiones, sus discursos, creencias o valores, ya que el simple hecho de "ser de izquierdas" lo justifica todo, incluso esa supremacía moral, política e intelectual que le aleja invariablemente de todo escrutinio social pasado, presente y futuro. Y ello es así porque creen a pies juntillas que, igual que el liberalismo es perversamente inmoral, el pensamiento social-marxista constituye el remedio a toda injusticia presente y futura sin importarles un ápice que la realidad de los hechos -cruelmente funestos para millones de personas- les pueda llevar la contraria.

La penúltima prueba de todo ello sucedió hará pocos días cuando el equipo de fútbol del Jaén presentó al portugués Nuno Silva como su nuevo fichaje ante los medios de comunicación; y lo hizo -mala hora lo hiciera el pobre- con una camiseta de marca en cuyo diseño figuraban la imagen de una top model y la de Franco. ¡Cómo se han puesto los palmeros mediáticos y la izquierda más casposa del territorio patrio! Pobre jugador. Les faltó tiempo para quemarlo vivo en la pira de la intolerancia mediática, exigiéndole de inmediato que pidiera perdón (?), llamándolo incluso fascista ante la cara de panoli del jugador, que ni siquiera sabía quién coño era ese Franco.

La pregunta no por obvia y recurrente carece de interés, porque ¿qué habría pasado si ese mismo jugador se hubiera presentado con una camiseta del Che Guevara, de Lenin, de Mao o de Castro y con una gorra con la hoz y el martillo? Absolutamente nada. Por supuesto, la derecha acomplejada y lerda no hubiera dicho ni mu y la izquierda casposa y rancia lo hubiera, en todo caso, alabado por su buen gusto y por su aguerrido posicionamiento ideológico. ¡Qué pena de país!

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