El mercado es una selva. Y como todo producto de la naturaleza, carece de moral. La ley de la gravedad no entiende de matices éticos: igual hace caer un rascacielos lleno de gente inocente que el cabello de una modelo. Pero en la selva se mueven los seres humanos, unos monos con pañuelo, según Oscar Wilde, que impregnan de matices el ciego funcionamiento del comercio.

Uno de los ejemplos de cómo se pesca en el río revuelto es el de los precios tramposos. Cuando leemos que nos venden un libro a 9,99 euros, el inconsciente nos lleva a pensar que "solo" estamos pagando nueve euros cuando en realidad estamos mucho más cerca de pagar diez. Los vendedores apelan a nuestro maldito y ocupado consciente que tramita la información del precio prestándole una atención subliminal al truco del céntimo. Nuestra atención está bombardeada de forma continua por mecanismos publicitarios que tratan de seducirnos. Y nuestros viajes por las redes y las páginas web va dejando un rastro de migas de bits para que los grandes comercializadores sepan exactamente qué estamos buscando, qué tipo de noticias leemos, en qué productos nos detenemos más tiempo...

En la selva del comercio hay mucho más antes de ese momento en el que sacamos la tarjeta para cerrar una transacción. Antes ha existido una lucha feroz entre depredadores que se disputan nuestra compra como los animales salvajes una presa en mitad de la sabana africana. Nosotros tenemos la ficción de que somos los que elegimos libremente la adquisición de esta o aquella marca, pero en realidad elegimos sobre la base de unos conocimientos y preferencias que hemos formado a lo largo de un periodo sometido a todo tipo de impulsos dirigidos a condicionar nuestra elección final o, incluso, crearnos una necesidad inexistente de poseer determinado artículo.

Existen grandes depredadores que necesitan consumir miles de presas para sostener su costoso metabolismo gigante. Y otros más pequeños y versátiles que sobreviven con una menor cantidad de ingesta. Pero todos se distinguen porque despliegan ante sus presas -o sea, nosotros- una gigantesca red de redes de captación que va desde el cartel luminoso de un escaparate hasta un costoso anuncio en la hora de máxima audiencia de la televisión.

Nosotros, por ejemplo, con la marca de Canarias, depredamos unos doce millones de piezas cada año. Los atraemos por nuestro sol, nuestras playas, nuestros paisajes y nuestro clima. Como a todo gran depredador de éxito, la sobrealimentación fácil nos ha vuelto perezosos. Bostezamos a la sombra de un árbol y esperamos que cada año pase la misma gran manada en la que vamos a cazar cada vez más y más presas. Pero nos hemos vuelto fondones. Nuestros paisajes se han llenado de bloques y restos de construcción. Nuestras playas pierden arena, se vuelven sucias e inseguras plagadas de masajistas de ocasión, rateros camuflados y lajas molestos. Hemos mantenido nuestra oferta sobre la base del reclamos del 9,99. Somos un destino barato, pero ya no tanto. Se nos están cayendo los dientes envejecidos y las leyes de la selva del mercado turístico, esas leyes ciegas y poderosas, suelen acabar extinguiendo a los depredadores que se duermen.