¿Hasta qué línea roja llega el código ético de cada partido político para no perturbar los derechos fundamentales del pueblo soberano?

Las medias verdades en discurso electoral o en titulares llamativos como reclamo de votos son mentiras flagrantes que atentan contra la inteligencia, la buena fe y la dignidad de una opinión pública que, por mandamiento constitucional, tiene derecho a la veracidad en la información, debida y obligatoriamente contrastada por los medios. Veracidad apoyada en el artículo 10 de nuestra Carta Magna, donde se enmarca el derecho constitucional de la libertad de expresión; que define también su límite en el derecho al honor ante posibles agravios.

Demasiadas dudas y aparentes contraindicaciones se han generado a partir de la promulgación de la ley mordaza. En principio, a falta de consenso y con el rechazo generalizado de todas las formaciones y estamentos no integrados en el absolutismo mayoritario, era esperable la intervención de oficio del Tribunal Constitucional ante supuestas irregularidades y presunta conculcación de varios derechos constitucionales en el articulado de dicha ley. Quizá sea necesaria la acción popular en forma de pacífica presentación de la denuncia correspondiente ante Fiscalía o Juzgado de Guardia.

Por otra parte, el ridículo internacional está servido. Un Estado de derecho, supuestamente democrático, no pasa el fielato del juicio emitido al respecto por instituciones y organismos extranjeros de nuestro entorno, demasiado propensos, algunos, a recordarnos un pasado político donde sí tenían cabida medidas parecidas a un Estado policial.

Lo más absurdo es que la mordaza ya existía implícita, sin necesidad de plasmar un conjunto de preceptos represivos de obligado cumplimiento, bajo amenaza de algunas penas desproporcionadas y brutales sanciones económicas con fines disuasorios.

La implantación de la reforma laboral trajo consigo, de forma paulatina pero imparable, un estado de indefensión en la clase trabajadora que redundó en un regreso a épocas pretéritas, cuando los derechos laborales no existían, cuya conquista, adaptada a los principios humanos y humanitarios, costó siglos de luchas sociales y movimientos sindicales. En cinco años se ha ido todo al garete de un solo plumazo.

Se ha conseguido que hoy un puesto de trabajo sea motivo de angustia, inseguridad y explotación con salarios precarios. Contratos basura donde se certifica media jornada, o unas horas; pero se trabaja el triple con la palabra de cobrar el resto en negro, que en la mayoría de los casos no se paga. Y si no te gusta, a la puta calle. Y si denuncias, no vuelves a trabajar en tu vida. Siempre habrá miles de aspirantes necesitados de ocupar la vacante.

He aquí la censura encubierta. El estado de necesidad y miseria auspiciado por políticas inmisericordes con la población impone no solo el silencio de las víctimas de una explotación sistemática, sino que los medios de comunicación tienen muy difícil la denuncia de este lento regreso hacia la esclavitud, que no hace demasiados años era legal en todo el mundo.

Por desgracia, los responsables de la situación actual suelen ampararse en que los casos de patronos explotadores son escasos y puntuales. Lo tienen tan bien montado que no hay posibilidad de presentar pruebas, pues hasta los inspectores de trabajo solo tienen acceso a la realidad virtual de los papeles oficiales, no a la declaración imposible de la víctima explotada.

Tuvimos que sufrir una campaña electoral demoledora en las municipales y autonómicas. El circo de los pactos posteriores supuso una tortura añadida para una población engañada y maltratada. Nos esperan las generales. Será terrible escuchar en silencio, por si acaso, las encuestas, estadísticas y cifras triunfalistas de creación de empleo, salida de la crisis y mentiras varias en formato de medias verdades.

La mordaza, bozal incluido, debiera ponerse en la boca de quienes enrojecen cuando, sin querer, se les escapa una verdad suelta.