Conozco pocos espacios tan fríos y violentos como los aeropuertos. Esa frialdad se acentúa cuando se producen los trámites más convencionales, desde que comienza el proceso (es un proceso exactamente kafkiano) de demostrar que no llevas contigo sino el equipaje liviano de un trabajador por cuenta ajena que no dispone de posibles, por ejemplo, como para acarrear un cargamento de cocaína.

En ese trámite penoso de comprobación intervienen algunas órdenes que son repetitivas pero que uno escucha como si fueran chillidos en los oídos cansados: es necesario poner el ordenador fuera de su funda; hay que sacarse el cinturón (el cinto, decimos los canarios); despójese de la chaqueta, o del saco, que decía mi padre. Los que por razones del oficio viajamos con cierta frecuencia escuchamos eso como si fuera música de barraca, igual que oímos las recomendaciones que se dan a bordo.

Lo peor de esta relación con la costumbre de frialdad que despiertan los aeropuertos, sobre todo en las terminales grandes, es la gélida actitud de los que controlan tus pertenencias, desde los botines a los calzoncillos. Hay en ellos, desde Madrid a Estambul (de donde estoy regresando ahora, por cierto) un hieratismo distante que parece dictado por una única voz de mando: no sonrían, que es peor.

Pero así son las terminales y a eso se arriesga uno cuando viaje, a que no lo quieran en la zona de control de metales, a que lo ajoreen (así decía mi madre, todos saben qué quiere decir) con las prisas sin piedad de esas órdenes sin cara en que se convierte ese largo trámite gélido y ruidoso.

En medio de otro trámite (cambiar la hora de regreso, para volver antes de Estambul) me llevé este último jueves una violenta sacudida, cuando una amiga me hizo partícipe, mediante un wasapp, de una noticia terrible que ella había visto en Twitter.

Muy compungida, esta buena amiga me contaba que acababa de saber, por un mensaje de esa red social, de la muerte de Umberto Eco. Uf, qué terrible noticia; para muchísima gente, para los amigos de Eco, el gran semiótico italiano, el autor de "El nombre de la rosa", uno de los seres más inteligentes y divertidos, y ocurrentes, que pueblan la tierra. Un tipo por el que merece la pena sentir que uno es también un ser humano.

Ella me decía que la noticia le había afectado profundamente, como me estaba afectando a mi mientras el funcionario de Turkish Airlines me contaba las dificultades que hallaba para cobrarme sin que me doliera demasiado; yo no le podía explicar en ese momento qué pasaba por mi memoria o por mi alma; era un dolor verdadero, el efecto de una enorme pesadumbre que en ese preciso instante resultaba totalmente intransitiva. Llamé de inmediato al periódico; allí no sabían nada. En el instante siguiente, mi amiga me dio un detalle: la noticia procedía de un tuit de la cuenta de Twitter de Mario Vargas Llosa...

En tiempos recientes, un gracioso, que además ha hecho la fortuna de la fama con estas chorradas, usó cuentas falsas (la de Eco, por cierto, y también la de Vargas Llosa, que notoriamente no tiene esa cuenta, ni ninguna otra de redes sociales) para difundir noticias falsas de ese mal jaez. Se aclaró en seguida la maldad, y respiramos tranquilos todos los que hasta aquel momento habíamos abrigado la triste pesadumbre de creernos ese mal fario que venía por Twitter.

A partir de ese momento, aliviadas el alma y la memoria, pasar el trámite gélido del control de metales ya me pareció un viaje sin peso por los vericuetos sin ojos del aeropuerto de Madrid. Incluso me resultó grato que pitara mi paso por el arco. "Es aleatorio", me dijo el guardia, y a mi me pareció hasta musical su pequeña frase conmiserativa.