Si es verdad, como dice Revel, que nuestra sociedad se mantiene gracias, entre otras cosas, a la mentira, el autoengaño pertenece a una especialidad sofisticada, porque consiste en que alguien es capaz de tragarse una trola inventada por él mismo.

Cuando una determinada cosa se afirma una y otra vez en diferentes estamentos y por diferentes voces, suele anclarse en la zona de credibilidad social. Sobre si todo si lo que se afirma navega a favor de lo políticamente correcto o de las modas del momento. Una vez se dijo que el turismo era el causante fundamental del impacto en nuestro territorio. Y la frase caló. La gente ve fácilmente el paisaje agresivo de apartamentos y hoteles y centros comerciales que han surgido sobre lo que antes eran secarrales.

La realidad, sin embargo, es que el espacio que ha consumido el turismo es una parte bastante pequeña de nuestro territorio, donde más de la mitad del suelo está protegido. La parte más rentable del negocio turístico apenas ocupa un 1% del total de la superficie de las islas. Y el uso turístico apenas supera el 5%. Es en ese espacio donde se generan 13.000 millones de negocio y casi el 32% del PIB de Canarias.

Pero no hagan caso de las cifras y los porcentajes. Abran el Google Maps en el ordenador y miren nuestra isla desde el cielo. Vean a ojo de pájaro en qué parte del territorio se ha producido el mayor impacto del ladrillo. Y podrán comprobar con sus propios ojos, sin discursitos de nadie, cómo han sido los propios ciudadanos de Tenerife los que han edificado sin orden ni concierto las medianías, salpicando las montañas de casas y de bloques aquí y allá, donde les ha dado la gana.

En Güímar, por ejemplo, había plazas de tierra, laureles gigantescos que daban sombra, fuentes de piedra que el musgo había pintado de verde, bancales plantados, paredes cuidadas... Llegó el progreso y el viento de lo moderno arrasó con las antiguallas. Las losetas y el cemento se llevaron por delante las viejas plazas con sus árboles, sus cerramientos de hierro forjado y sus bancos de tablas de madera y sus fuentes viejas.

La fiebre del oro turístico y el boom inmobiliario hicieron que se concedieran permisos para excavar los barrancos y sacar áridos para la construcción, que por ese entonces ocupaba el 11% del PIB con el aplauso general de decenas de miles de trabajadores, bancos y gobiernos.

Todo el mundo miró para otro lado mientras muchos miraban para su bolsillo. El gran negocio estaba en marcha. El tranquilo pueblo con calles de adoquines se quiso transformar en gran ciudad. Vendió su alma en profundos agujeros que se comían el paisaje como antes otros se habían comido algunas de las montañas de Tenerife. Las supervivientes aún muestran las heridas de las salvajes mordidas que sufrieron.

Ahora, que se ha pasado la borrachera, nos horroriza ver el resultado del pedo. Con la resaca los hoyos parecen otra cosa. Lo que son: enormes destrozos en la piel de la isla. Pero no se hicieron de noche y a hurtadillas. Se excavaron a la luz del día, pagando tasas e impuestos, pidiendo permisos que luego se pusieron en discusión, moviendo papeles, contratando trabajadores y camiones..., año tras año. La ficción es que todo se hizo de espaldas a la buena gente que defiende los paisajes de la depredación inmobiliaria (siempre que no sea la de su abuelo con el cuarto de aperos). Que se hizo todo a traición e ilegalmente.

Pero de igual forma que los agujeros negros son el resultado de estrellas que murieron, los hoyos de Güímar son los restos de la luz de un pueblo de medianías que un día quiso vestirse con ropas que nunca fueron suyas.

Como siempre ocurre con los excesos, acabó disfrazado. Pasó del carburo al neón, sin término medio. Una estrella que murió por el método del suicidio.