Era el año 1553. Una época de navíos, cañones, fortalezas y conquistas, otra forma de entender la guerra. De entender, más bien, la vida. Por aquel entonces, François LeClerc, apodado "Pata de Palo", era un pirata de prestigio, con demasiadas leyendas a cuestas. La Palma se cruzó en julio de aquel verano en su camino, seguramente fuese al revés, y la historia cuenta que saqueó e incendió la ciudad sin piedad.

Un grupo de jóvenes quiere que ese hecho histórico no se olvide, que no se pierda, y ya se sabe: los palmeros representan como nadie. Eso de actuar lo llevan en el ADN. No pidieron demasiada ayuda. Apenas un poco de ropa... y que no los molesten. La puesta en escena se inició en el Barco de la Virgen. Fue el desembarco.

Durante todo el día había llovido, se estaban suspendiendo actos festivos en distintos municipios, pero en el facebook uno de los organizadores ya advirtió por la tarde de que "no he sobrevivido a un naufragio y a la pérdida de mi querido hermano a manos de ese maldito capitán LeClerc para que un poco de lluvia apacigüe mis ansias de venganza. Hoy habrá día del corsario, como que mi nombre es Luis Vangüemert". Guasa, de sobra.

Y así fue. Desembarcaron los franceses de la Nave, amenazaron a todos los presentes y dejaron claro, desde el principio, que La Palma iba a ser su tierra. Toda suya. Al monje que osó cruzarse en su camino, lo asesinaron. Todo con un diálogo corto, pero elegante. De movimientos correctos, expresivos. Tuvieron incluso el acierto de mantener a LeClerc siempre en el galeón, sin participar en ninguna otra parte de la batalla, tal y como dice la historia, que refleja que el temido pirata nunca descendió con el resto de sus hombres. Al contrario, en tierra todo lo dirigió Jacques de Sores.

Tras las amenazas en la plaza de la Alameda, todos corrieron al antiguo convento de San Francisco. En la segunda función apareció el pastor Baltasar Martín, al que la leyenda (que no la historia) le otorga el mérito de haber obligado a los piratas a abandonar la Isla. En contra de la opinión del Licenciado Arguijo, de su cobardía, logró agrupar a unos cuantos valientes, sin experiencia alguna en la batalla pero capaces de dar la vida por su tierra, para enfrentarse más tarde a los invasores. ¿Saben?, la puesta en escena tuvo gracia, pero también sentido. Es cierto que faltó mayor dinamismo, pero sin desvirtuar nunca lo que ha llegado durante siglos del boca a boca. Y esa es la clave, respetar lo que se cuenta.

Fue un paseo por el casco histórico, con teatro corto y bien pensado, correctamente diseñado, al que tan solo le faltó (por poner un pero) un poco más de diálogo para ser enorme . ¡Eh!, que bueno, muy bueno, ya lo es. La siguiente parada fue en la Placeta. Un choque entre los piratas y los campesinos armados con lanzas. Los lugareños emboscaron a los "malos", pero cuando ya tenían la batalla ganada, o casi, entró en escena la mujer del regidor de la Isla. Y metió la "pata". Cargada de alcohol en sangre, eso pareció, los franceses la retuvieron. Las fuerzas se equilibraron. Pacto de no agresión y todos a la plaza de España.

La pequeña obra en el "corazón" de la ciudad fue genial. La mejor, Tanto en el baile como en la representación del asesinato de uno de los jefes de los piratas a manos del más disparatado de los pastores. Le cortó el cuello. Las caras, los gestos, los diálogos... ¡Para grabarlo! Un gran trabajo. La batalla acabó en la calle Blas Simón, con la "expulsión" de los piratas. La ciudad quedó ardiendo, pero ellos se acabaron marchando.

Eso, un acto que se debe mimar para no dejarlo morir.