Las noches de los veranos. Distintas, plenas de acontecimientos repetitivos pero que encerraban novedades con las que éramos capaces de construir un escenario donde se mezclaban un sinfín de cuestiones. Eran (la mayoría de las veces los cuentos) las conversaciones de los mayores que, una vez que acababan de jugar a la baraja en el patio de la familia Padrón, se dejaban oír en nuestros oídos de niños, que nos asombraban o que nos intrigaban por lo que tenían de arrastre histórico o anecdótico, y que nos predisponían a que el sueño que nos esperaba tuviese un ligero encontronazo consigo mismo o una ilusión escondida de hacernos mayores para también tener opción a emular en el tiempo a nuestros queridos personajes de las noches de tertulia del Tamaduste.

Y más tarde. Lo de siempre, los entretenimientos repetitivos, pero con la ausencia de algunos que se habían quedado en el recuerdo y el protagonismo de aquellos que, siendo ya mayores, optábamos por no irnos de ese escenario entretenido y entusiasmador. Pero que ahora se ayudaba con otras conversaciones, con otros encuentros y, sobre todo, con nuevos capítulos que el verano, sus noches, ponía en el ánimo aquel deseo, aquella fuerte predisposición al sentir que la vida era distinta, que habíamos irrumpido en el mundo de una juventud, que nos acogíamos mutuamente y que alumbraba las noches del Tamaduste con un esplendor inusitado, con una pujanza decidida y que estaba dispuesta a realizarse con todo su esplendor.

Aparecieron la serenatas, las guitarra que se afinaban y se dejaban oír en la terraza de aquel amigo farmacéutico que había llegado de Tenerife y donde las voces y, tal vez, el sentimiento retumbaban en el Roque de las Campanas o navegaban con un deseo imperecedero por un mar de agosto que había dejado las calmas y se hacía bravo, donde las olas retumbaban debajo de casa de Mateo o, más enfrente, en el roquedal de los cantiles.

Eran noches de quinqué, de faroles y de carburos, y de rebuscar la ideas para la fiesta de la Caleta, donde mi tío Amadeo había puesto todo el empeño para que saliera bien; o las que estaban en vísperas de San Lorenzo en Echedo, que había que compaginar para ver cómo llegábamos y cuántos, porque Domingo Pío se había esforzado para recibirnos con ese cariño peculiar que le caracterizaba. O el diseño de las jiras del sábado para rebasar más allá de la playa del Salto y poder divisar un confín que nunca logramos observar de cerca como el roque de las Gaviotas.

Noches del Tamaduste, de recordados veranos que caminan por los vericuetos de la memoria y que en ella quizás pretendan vivirse de nuevo para muchos de nosotros.