La memoria, a mi edad, empieza a flaquear, así que pido perdón de antemano por errar en algunas apreciaciones. Me refiero a fechas o apellidos, pues los recuerdos están perennes.

Mis abuelos maternos tuvieron cuatro hijos. De Dominga, antecesora de mi madre, tengo lejanos recuerdos y solo sé que tuvo un final duro. Apenas la conocí, pues partimos cuando era un niño a la Península y al regresar de adolescente enseguida falleció. De mi abuelo José, aunque era bastante huraño y serio, recuerdo algunas anécdotas. Tenía un huerto en casa en el que cosechaba lechugas, acelgas y otras hortalizas. También había árboles frutales, sobre todo limoneros, y le ayudaba a llevar una enorme cesta a un mercadillo dos veces por semana para venderlas. Me daba una peseta por hacer de portador. De sus hijos, mis tíos, tengo gratos recuerdos, dos varones y dos hembras, ambas casadas con militares, mi madre, Soledad, de la que ya he hablado y mi tía Lucrecia.

Ella era una mujer de su casa, se casó con Pablo Gallo Sagredo, un militar serio y honesto que se pasó media vida en Capitanía, pero que fue emprendedor, y para disfrutar de la vida se hizo con una buena cartera de seguros, y años más tarde fue delegado de una empresa de Las Palmas de objetos de regalos. Grifé & Escoda era una tienda preciosa con un escaparate que llamaba la atención, donde compré bastantes cosas y me hizo buenos descuentos. Siempre me trataron con afecto.

Mis tíos tuvieron seis hijas. Con Ángeles, la mayor, apenas tuve trato, me lleva diez años y en aquel entonces la diferencia de edad era notable. Años después hemos hablado algunas veces, pero verla, hace por lo menos veinte años. Se casó con un caballero entrañable, funcionario del Ayuntamiento de Santa Cruz, Antonio García, hombre peculiar que nunca quiso conducir y siempre iba en guagua. Si coincidía con él en el transporte público, no me dejaba pagar. Tuvieron un solo hijo, Antonio García Gallo, profesor de Botánica en la ULL que ahora cuida con mimo a su madre.

Le sigue Gloria, prima prácticamente desconocida porque se marchó a Valencia con sus hijos. Mi madre decía que tenía un chico clavado a mí. Alguna vez he visto a su exmarido, Celso. La tercera, Rosita, a quien recuerdo muy guapetona, se casó con Manolo, pero nada sé de ellos. Cuando enamoraba por la calle Suárez Guerra me tropecé con él alguna vez, pero desde entonces han pasado más de cincuenta años. A ellas les siguen las gemelas, Anita y Manuela, muy candorosa la primera y con carácter fuerte la segunda. Tuvimos trato cuando volví de Jaén, me prestaban libros, discos de zarzuela... Con Manuela un poco más porque la veía también en su trabajo, en el economato de Cepsa, siempre se alegraba de verme. Anita se casó con un chico que trabajaba en el café. Les perdí la pista hace muchos años. De la pequeña, Chirry, recuerdo que era muy coqueta, le gustaba arreglarse, pintarse y peinarse con enorme moños. La última vez que la vi fue cuando falleció su marido.

Mis tíos eran: Daniel el manitas, mecánico, electricista, albañil..., un portento. Se casó con Inés y vivió en La Palma, y allí fue una institución en Los Llanos. El otro, una persona entrañable, tío Pepe Suárez Molina, un hermano mayor con el que conviví mucho. Se casó con Cristina, guapa y grande, lo que llamo una mujer de dos pisos. Se llevaban muy bien, y eran una pareja vistosa. Íbamos juntos a las cenas de gala del hotel Mencey, y la gente los miraba porque iban impecables. Ella era modista de alta costura, y él trabajó en Cantón y Alonso, un puntal para la empresa y respetado por los hosteleros. Su furgoneta parecía un bar ambulante. Falleció inesperadamente y dejó dos hijos, Pepe y Cristina, ningún contacto con el primero, pero sí con ella, con quien coincidí muchos años en la ópera.

Mi otra familia, tíos y primos, ni llevados ni enfadados, simplemente por los quehaceres, aún viviendo en la misma isla, que hacen que hayan pasado sesenta años sin contacto. Pero el cariño sigue, pues cuando he hablado con Ángeles me he dado cuenta de que la sangre continúa tirando.

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