Lo de nuestro país es como para mear y no echar gota. Esto del estío lluvioso -vaya mes de agosto más raro- le da a uno tiempo para reflexionar sobre cómo es posible que quienes a todas horas entonan un discurso de igualdad hayan terminado por fabricar un sistema que trata de forma tan desigual a sus ciudadanos.

Esta semana han condenado a once años y seis meses a un individuo que asesinó a su pareja propinándole diecinueve puñaladas. Todo empezó con una discusión, empujones y golpes y terminó con el cadáver de una mujer en el suelo. ¿Once años y medio por una vida humana? Parece poco. Pero al bailador Farruquito le condenaron a tres años de cárcel por homicidio imprudente y omisión del deber de socorro cuando conduciendo sin carné atropelló y mató a un peatón. En este caso, la pérdida de una vida humana costó solo tres años de talego.

Entonces uno empieza a comparar. Por ejemplo, con la sentencia de un alcalde gomero condenado no hace mucho a cuatro años, seis meses y un día, por contratar a una familiar en el ayuntamiento, lo que costó a las arcas municipales algo más de siete mil euros. ¿Cuatro años y medio y un día por contratar a la hermana? ¿Tres años por atropellar y matar a una persona conduciendo sin carné? ¿Once años y medio por diecinueve puñaladas? No me parece que exista demasiada proporción.

El catálogo de sentencias que te puedes encontrar en este país no deja en muy buen lugar la expectativa de una justicia igual para todos. Con las mismas leyes y ante los mismos hechos es posible encontrar penas muy distintas según qué caso y según qué lugar. Quienes cuentan con más recursos y mejores abogados tienen, naturalmente, mejor justicia que el resto. Y aquellos que pueden cumplir una función ejemplar -es decir, una función mediática- ya se pueden dar por trasquilados; como la famosa Isabel Pantoja, que terminó condenada a dos años por blanquear el dinero de su pareja. Dos años a la tonadillera es uno menos que la pena del otro cantante que atropelló y mató a Benjamín Olalla en Sevilla. O el blanqueo está judicialmente más valorado que la vida humana o el flamenco está menos penado que la copla.

Lo asombroso, para rizar el rizo, es que el Estado que castiga, que detiene, que imparte justicia y condena a la cárcel, es inmune a sus propias leyes. Un concejal valenciano fue detenido como sospechoso de la muerte de su mujer tras un incendio ocurrido en su vivienda familiar. Se declaró inocente, pero fue enviado a prisión y sometido al protocolo de prevención de suicidios. Es un protocolo tan deficiente que el concejal amaneció colgado de una sábana justo la primera mañana de su estancia en la cárcel. La Administración de Justicia se hace cargo temporalmente de la vida de una persona, la priva de libertad y se la entrega en custodia a la Administración de Prisiones, que la pierde. ¿Quién pagará por eso y sobre todo: cómo? ¿Es un hecho más grave que contratar a una hermana? Lean los periódicos y verán que acaba en nada. Sólo faltará que el suicida resulte al final ser inocente. Pero de eso seguramente nunca nos enteraremos.