En la evolución de las especies, ni siquiera Darwin pudo imaginar tan drástica metamorfosis en un breve periodo de tiempo, como la sufrida por el ser humano con motivo de la paulatina y sibilina implantación de la telefonía móvil y sus múltiples aplicaciones.

Fue un germen inoculado poco a poco durante la década previa al cambio de siglo. El cambio brutal lo hemos asimilado como un avance lógico y natural, aunque algunos síntomas apuntan hacia una importante mutación genética.

La sociedad civil siempre ha sido y será víctima de las especulaciones interesadas de selectas minorías, políticas, financieras o simplemente empresariales, donde los listos se mueven como los tiburones del National Geografic. Y los bancos de sardinas solo podemos agruparnos lo más apretados posible para intentar que les toque a otros la voracidad del escualo más virulento.

La telefonía móvil supuso un filón de negocio basado en la creación solapada de una necesidad vital para la población, para luego explotar con habilidad el negocio de satisfacer la necesidad creada. Ahí actuaron en comandita todas las fuerzas institucionales, incluidas las puertas giratorias, para rentabilizar al máximo cada gota de sudor ciudadano exprimido con tarifas planas, SMS, Whatsapp, chats, selfies, tablets y carísimos IPhones de última generación.

Los comportamientos sociales se han ido adaptando sin remedio a los nuevos sistemas de comunicación. Los convencionalismos de urbanidad, los principios elementales de educación, el respeto por la convivencia han dejado espacio a un ensimismamiento compulsivo de cabeza gacha, dedos eléctricos sobre un teclado diminuto y sonrisa bobalicona colgada de lejanos columpios. Aislamiento, que no introspección, dentro de una burbuja virtual que separa al individuo del mundo exterior. Encapsulado en su obsesiva maquinita de contar cosas, ignora el paisaje que le rodea y el escenario que comparte con otras personas, allegadas o no.

Resulta patética la imagen de la familia completa, reunida alrededor de una mesa donde antaño el ritual de la comida era casi sagrado, donde hoy, cada uno de los miembros, padres, hijos, tíos, sobrinos y algún que otro abuelo, se enfrascan por separado en sus respectivos móviles, entre plato y plato, o interrumpiéndolos a mitad porque sonó el pip-pip. Un gesto equivalente, no hace demasiados años, se habría considerado falta de respeto grave, importante grosería y una falta absoluta de educación y cortesía.

Sin embargo, parece que se vaya asentando un protocolo tan desagradable como nocivo para las relaciones naturales entre las personas normales, que, sin percatarse, van dejando de serlo. No cabe duda de que la progresión galopante de esta adicción descontrolada terminará reventando por algún sitio, si no se le aplica algún tratamiento individual y/o colectivo, para evitar cuanto menos que siga "in crescendo" en perjuicio de una especie evolucionando hacia el absurdo. Lo malo es que si se regresa al anuncio tópico de "¡Un palo. Un palo!", lo más seguro será que el palo se use como alargador para estrafalarios selfies.

Hágase un experimento: inténtese interrumpir con una pregunta a la persona absorta en una intensa sesión de chat. Si es varón, parecerá que te ignora y continuará como si nada hubiera oído. Pero no es así, sino que pasado un minuto o dos, completado el párrafo de su conversación, responderá la pregunta como si la acabase de recibir. En cambio, si es mujer, responderá en el acto sin dejar de teclear y, por supuesto, sin separar la vista de la pantallita. Quizá se confirme que ellas sí son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo.

Por cierto. Iba a salir de casa pero no puedo porque me he quedado sin batería... ¿Y si lo dejo cargando, me lanzo a la aventura..., y a ver qué pasa?

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