Tenerife, 10 de marzo del año 2015. Martín abrazó a Morfeo en la página 20 de "La máquina del tiempo", para él, la mejor obra de ficción de Herbert G. Wells. Dos meses después, me enseñó un papel donde se leía con esmerada caligrafía: "Todavía están a tiempo de cambiar las cosas".

Su sueño, para él su realidad, empezó con la segunda llegada de Alexander von Humboldt a la isla. Me describió la amargura con la que el polímata miraba el Valle de La Orotava, su asombro al descubrir que el vergel que conoció se había convertido en un parque de cemento. Inquieto, tomaba notas junto al naturalista Aimé Bonpland para luego explicar en su universidad prusiana el contrapunto del desarrollo sostenible. Ese mismo día también me contaba que las fábulas abandonaron a Tomás de Iriarte cuando visitó su casa en Puerto de la Cruz; la tristeza fue su ensayo más cruel al atinar la fachada de su morada, del siglo XVIII, decorada con un cartel de Pepsi y la mejor oferta en bocadillos.

No muy lejos, llegaba a la ciudad Agatha Christie, cansada del largo viaje, tocando en las puertas de un hotel Taoro abandonado y sin nadie que le recogiera las maletas. Inundada de melancolía le preguntó a Isidoro Luz qué había hecho el Cabildo con esa joya. Cuentan que el histórico alcalde le habló de un Consorcio de Rehabilitación que llegaría para recuperar los bríos de antaño. Casi atorado, me repetía que César Manrique interpelaba una y otra vez por qué una alhaja como el Lago Martiánez iba a pasar a manos privadas, mientras decía que Los Beatles censuraban su foto de querubes y recogían firmas para salir y entrar al recinto sin tener que volver a pagar.

Relataba que el mismísimo Amaro Pargo abandonó Santa Cruz al ver tanto pirata en las administraciones, y que incluso el almirante Nelson, inhalando el embriagador perfume de la refinería, agradeció su derrota el 25 de julio tras descubrir una ciudad que tan poco conservaba su historia: "General Gutiérrez, quédate con el brazo, yo me vuelvo; ni el balneario lo tienen en condiciones". Olivia Stone y Jane Goodall analizaban desde el amanecer sosegado del Teide qué tipo de primates habían permitido los disparates urbanísticos en Arona y Las Teresitas.

Hasta el padre José de Anchieta se tapaba los ojos al mirar el tapón de todas las mañanas en la TF-5, pensando "por qué no me quedé en Río de Janeiro", a la vez que imploraba al obispo Bernardo que se calzara las sandalias y bajara a lo llano.

De todo lo relatado pude comprobar que el mensaje de esperanza escrito en el papel que me enseñó Martín era cierto: llevaba la firma barroca de un tal José de Viera y Clavijo.

@LuisFeblesC