Estos días en que el verano ya empieza a calentar sus últimos motores, para recibir al otoño casi abruptamente cuando llegue septiembre, me traen siempre el recuerdo de las últimas escenas de "Los pianos mecánicos", la película de Juan Antonio Bardem que se filmó en la Costa Brava y que se estrenó en junio de 1965. Era (en cierto modo como su propio asunto, el fin del verano) en blanco y negro, y culminaba su aire sentimental y nostálgico con esas imágenes en las que se ve a Melina Mercouri bailando sola al tiempo que se ve que la costa ha dejado de ser la animada costa de los veranos para empezar a acoger el aire cada vez más frío del otoño que entra sin remedio.

Ese asunto, el fin del verano, ha sido objeto de grandes melancolías, como las de Pavese o Scott Fitzgerald, en el ámbito de la literatura; Pavese fue uno de los grandes melancólicos del siglo XX, como lo fue el propio autor de "El gran Gatsby". Pero quizá por eso los dos quisieron aliarse con la claridad, con la luz del verano, igual que hizo Jaime Gil de Biedma en ese poema inmortal, sobre la mortalidad precisamente, que es "El último verano de nuestra juventud". Ahora ha muerto la viuda de Carlos Barral, Yvonne Hortet. Ella y su marido fueron durante decenios, en Barcelona y en Calafell, la imagen misma del verano, su lujo y su ansiedad, su esperanza y su desmoronamiento. Carlos fue el gran amigo de Gil de Biedma, y en los últimos meses de su vida se preocupaba tanto por su amigo, ya muy delicado de salud, que hablaba de la vida y de su vida como si ésta fuera a ser eterna, como los veranos en los que ellos soñaban.

El verano ha sido cantado por los poetas y recitado por los músicos (desde el Dúo Dinámico a Joan Manuel Serrat, desde Sabina a Urquijo: recuerden ese hermoso "Fue en un pueblo con mar", compuesto por separado por Joaquín y por Enrique, sobre el sueño de los veranos) y ha sido pintado por los grandes artistas, desde Van Gogh, Cèzanne y Picasso, con los colores más claros, hasta que, en alguno de los ángulos de esas pinturas, se desvanecían esos colores para dar la sensación de que en efecto esa volatilidad que evoca el estío es al fin la puerta abierta a una estruendosa pero callada melancolía.

La nuestra es una tierra muy veraniega, porque el clima siempre aboca, en algún momento del día, a esa sensación de que en cualquier instante nos va a parecer al final del recorrido de los días la hermosa presencia de una playa. Recuerdo siempre cómo mi amigo Antonio Cos descubrió la hermosa línea de playa que es al fin y al cabo la costa del sur, cuando abrieron la autopista y él hacía ese trayecto fijándose en las olas que rompían recodos que hasta entonces estaban vedados a los automovilistas y se hallaban abiertos tan solo a la curiosidad de los caminantes. Aquellas evocaciones que hacía Antonio me llevaban siempre a la sensación de verano. Un día, volviendo de Las Teresitas, el coche que me traía paró en la calle, salimos del automóvil a saludar a unos amigos y en ese momento me fijé en el color moreno que marcaba la línea entre la manga de mi camiseta y la piel que sobresalía. Y entonces dije para mí: "Este es el color del verano".

En realidad, desde niño busqué el verano como si fuera la culminación de la edad, la plenitud del tiempo, la alegría de los días largos, la puesta de sol en las playas del sur o del norte, la ropa blanca en las playas de nuestra adolescencia. Cuando vi la película de Bardem y contemplé esas imágenes melancólicas de Melina Mercouri tuve la sensación de que ese otoño iba a ser sólo para otros. Ahora que para mi es también otoño, cuando llega el fin del verano me siento como Melina, bailando melancólico en una playa desierta, al final del último verano de nuestra juventud.