La estadística de criminalidad es como un cuchillo sin filo. Sólo sirve para pinchar. A pesar de ello, las autoridades manejan las cifras de delitos denunciados con patente orgullo para demostrar que somos uno de los lugares más seguros del mundo mundial. Y lo somos. Sobre todo si nos comparamos con los muertos violentos de otras zonas azotadas por el terrorismo o la delincuencia.

Lo que ocurre es que lentamente nuestra seguridad se va degradando. Y seguir anclados en el discurso de que no pasa nada, porque a pesar de todo seguimos siendo un lugar seguro y tranquilo, es la mejor manera de que a la larga dejemos de serlo. Los problemas hay que atajarlos de raíz. Sale más barato y sobre todo es más fácil conseguirlo que cuando ya se han cronificado.

Ya es frecuente que escuchemos cada pocos días un relato de vandalismo urbano en los medios de comunicación. Cristales y lunas de los coches rotos con una barra de hierro. Contenedores quemados junto a vehículos que en ocasiones también terminan ardiendo. Daños al mobiliario urbano, a las estatuas o a los jardines. Todo esto es la consecuencia de la acción de gamberros que no obtienen ninguna recompensa aparente por infligir estos daños a la propiedad ajena. Es vandalismo puro. Dañar por el placer de hacerlo. Se trata por lo tanto de las consecuencias de una seria deficiencia mental instalada en el cerebro de unos jóvenes que están más perdidos que el barco del arroz.

Junto a esos comportamientos de violencia gratuita, tenemos otros que persiguen el beneficio. Asaltos a viviendas que en los primeros meses del año han sufrido un notable incremento. Hurtos en las playas a los turistas que dejan sus pertenencias en la arena mientras se bañan. Engaños en tiendas y tirones en los paseos peatonales de zonas turísticas. Atracos en tiendas y gasolineras...

Cada vez que un responsable del gobierno sale presumiendo de buenas cifras en el terreno de la represión de los delitos damos un paso atrás. Presentar una denuncia es un suplicio inútil y, en la mayoría de los casos, una pérdida de tiempo. Muchos ciudadanos afectados -por robos o asaltos- ni siquiera lo comunican, por lo que no salen en las estadísticas. Quienes deciden perder varias horas de su vida -además de lo que le han robado- termina con la casa llena de unos asquerosos polvos negros para detectar huellas digitales de los de siempre. La policía sabe quiénes son los que roban porque ya los han detenido en innumerables ocasiones y los han llevado al juzgado. Y, citando sus propias palabras, "por una puerta entran y por la otra salen, a veces antes que nosotros".

No hay conexión entre la pobreza y el delito. Si fuera así, en esta tierra no se podría vivir. Pero poco a poco el deterioro social va empujando más gente a la desesperación. Nuestra seguridad, poco a poco, se va degradando. Y necesitamos una estrategia, con más medios humanos y materiales, para blindar la seguridad del turismo. Cuando las barbas de tantos vecinos han terminado ardiendo, sería bueno poner las nuestras en remojo.