El martes a mediodía, unos señores trajeron el sillón de la Padilla de vuelta al edificio, después de que hubiera pasado las pruebas que confirmaban que no estaba infectado.

-¿A qué piso lo llevamos? -preguntó uno de ellos a Carmela.

-Al cuarto izquierda -contestó ella.

-¡A ningún sitio! -interrumpió la Padilla, que justo llegaba de la calle.

-Perfecto. Pues lo dejamos aquí -sonrió uno de los hombres y extendió la mano en busca de propina, pero lo único que recibió fue una pelusa que Carmela encontró rodando escaleras abajo.

El hombre cerró la mano y se metió la pelusa en el bolsillo. No dijo nada. Su encargo era devolver la mercancía y eso habían hecho.

-Pero ¿por qué no les ha dejado que se lo subieran a casa? -preguntó Eisi, que temía que, ahora, se lo pidiera a él. Además, recordaba que el mueble ese no cabía en el ascensor

-Porque ese no es mi sillón. El mío era de un marrón más oscuro -dijo la Padilla.

-Normal. Estaba lleno de roña. Supongo que mientras comprobaban si estaba o no infectado por Cinco Jotas, aprovecharon para limpiarlo -apuntó Carmela.

-Qué ligera eres a veces. No es el mío y punto -gritó la Padilla y entró en el ascensor.

El sillón permaneció en el portal todo el día. Todos esperábamos que su dueña cambiara de opinión. Por si acaso, y preocupado por si en cualquier momento lo llamaban para subirlo al cuarto izquierda, Eisi contactó con un colega que le firmó un papel donde ponía que tenía una ciática de caballo y que no convenía que hiciera esfuerzos.

Al día siguiente, doña Monsi empezó a ponerse nerviosa.

-Me quiere alguien decir por qué ese maldito sillón sigue aquí todavía.

-Es que la Padilla dice que no es el suyo -le explicó Carmela-. A mí no me importa que lo deje aquí abajo. Viene bien para las visitas.

-¿Qué visitas?

-Las que vienen a verla a usted. Son señoras tan mayores que se cansan esperando el ascensor. Pues bien, ahora, podrán sentarse ahí. Ellas y usted.

La respuesta no le gustó nada a la presidenta, que salió a la calle dando un portazo tan grande que el edificio se tambaleó de este a oeste y Eisi pensó que, a lo mejor, el Señor le había castigado por inventarse lo de la ciática, así que llamó a Neruda y le pidió que le ayudara a subir el sillón.

-Pero ¿no estabas cojo? -se extrañó Carmela, que no quería que le quitaran aquel mueble donde había pensado echarse una siestita después del bocata de sardinas mañanero.

Los dos hombres subieron los cuatro pisos con el sillón a cuestas y lo dejaron en el rellano de la Padilla. Esa tarde cuando la mujer abrió la puerta para ir a tender a la azotea vio aquello y se puso más histérica que la niña del Exorcista atacada por pulgas.

-Pero ¿quién puso esto aquí? De la frase "este no es mi sillón" ¿qué palabra no entienden? -gritó desaforada y empujó con tanta rabia el sillón que empezó a rodar escaleras abajo sin control.

Al oír el ruido ensordecedor que provocaba el movimiento en caída libre del sillón, Eisi se asomó al hueco de la escalera y vio cómo el bólido se le venía encima. Salió corriendo y avisó a Carmela y a Neruda para que se refugiaran en el cuarto de contadores. En menos de dos segundos, el sillón se estrelló contra los buzones.

El estruendo dio paso a un silencio tan desolador que Eisi, temiendo que alguno estuviera herido, pasó lista como solía hacer en la cárcel después de un motín.

-¿Bernardo?

-Vivo

-¿Úrsula y Brígida?

-Seguimos vivas.

-¿Carmela?

-¡Imbécil!

Y así, uno a uno, todos respondimos.

Ante aquel destrozo, doña Monsi ordenó a Eisi que sacara, inmediatamente, aquel "sillón asesino" del edificio, pero, al intentar desincrustarlo de la pared, hizo un mal jeito y se quedó doblado en el sitio. Al final tuvimos que llamar a los señores que lo habían traído para que se lo llevaran de allí (el sillón). De tanto traqueteo, dejaron el portal hecho un asco.

-Señora, no hace falta que nos dé propina que ya nos servimos nosotros mismos -le dijo uno de ellos a Carmela, cogiendo una de las incontables pelusas que revoloteaban por el portal.