Un Estado donde no se cumplen las leyes ni las resoluciones judiciales, presenta anomalías democráticas básicas y radiografía a una sociedad, clase política, opinión pública en su relación tortuosa con la legalidad. Una insurrección supone la abolición del orden legal.

La ley es una cadena. Tras el legislador está el poder judicial aplicando e interpretando la ley y ejecutando las sentencias para que no queden en papel mojado. Ese es el recorrido completo. Si estás sometido a la ley estás sometido a su desarrollo completo. El momento de la verdad es el último, donde culmina la virtualidad material del derecho. Sin ejecución de sentencias no hay ley.

En el desacato a la ley se están vulnerando todos los principios legales de convivencia y civilización: el principio de legalidad (sujeción previa a la norma), el principio de igualdad ante la ley y la teoría democrática de legitimidad, o lo que es lo mismo, la construcción del marco de convivencia por el derecho.

Una sociedad inmadura como la española, siempre ha sentido un desprecio infantil por la ley. A la que siempre ha contrapuesto la legitimidad, toda suerte de legitimidades, o sea, conveniencias y chalaneos. Como niños que tratan de hacer prevaler sus deseos ante normas, obligaciones y compromisos con el prójimo.

Los titulares de los derechos empezando por los fundamentales son los individuos. No hay derechos históricos porque la historia no es titular de derechos, como la clase obrera tampoco lo era, ni ningún ente. Los grandes pactos de convivencia, como son las constituciones, los aprueban los individuos y no los pueblos. Estos principios elementales de la convivencia proceden de Rousseau, Locke y Hobbes con sus contratos sociales. Actualizados por Habermas con su par legitimidad/legalidad; la única fuente de legitimidad es precisamente la legalidad: el consenso intersubjetivo crea la norma constitucional al que han de someterse todos los ciudadanos. Fuera de ese pacto entre ciudadanos libres e iguales, marco originario del derecho, no hay legitimidad, ni de grupos, ni pueblos, ni historia, ni geografía. Estas cuestiones serán políticas y le-galmente derivadas como cualquier otra.

La inmadurez social española atañe también a la mayoría de los políticos y se manifiesta en las eternas disquisiciones sobre legitimidad u oportunidad, derechos de pulso infantil por donde se cuelan todas las opciones de desacato a la ley, o la selección de normas de aplicación por los poderes públicos. Un fantástico Estado insurreccional de los propios poderes del Estado: independentistas catalanes, el mundo infantil de Podemos y compañeros de viaje.