Hace años que algunos avisamos de que el problema catalán había entrado en una peligrosa aceleración política de difícil marcha atrás. Artur Más rompió todas las barajas después de que el Trbunal Constitucional liquidase el nuevo estatuto. Si Madrid hubiese aceptado el pacto fiscal tal vez la agonía del separatismo se hubiese calmado algunos años más. Pero no demasiados. La deriva de la secesión se ha convertido en la gran causa política y social. Y genera, como ya verán, beneficios indirectos.

La fecha de las elecciones del 27 de septiembre en Cataluña no fue elegida de forma inocente. La formación del nuevo gobierno de la coalición de fuerzas por la independencia (cuyo triunfo casi nadie pone en duda) se producirá casi en coincidencia con la disolución de las Cortes españolas, a finales de octubre. Si el apoyo electoral que recibe la secesión catalana es lo suficientemente fuerte, cabe pensar en que de nuevo el presidente de la Generitat salga al balcón del palacio municipal en la plaza de Sant Jaume para declarar un estado soberano catalán justo en el momento en que los parlamentarios españoles han dejado sus escaños y el Gobierno central se encuentra casi en precario.

Disueltas las Cortes, la aplicación de los excepcionales mecanismos constitucionales que supondría la declaración unilateral de independencia de Cataluña estaría en manos del Jefe del Estado, o sea, el rey, en su papel de jefe del Ejército español que entre sus cometidos tiene (artículo 8.1) el de la defensa de la "integridad territorial" del Estado y del "ordenamiento constitucional". Justo los dos pilares que la secesión de Cataluña mandaría a freír puñetas.

Lo irónico es que, políticamente hablando, al PP y al Gobierno de Rajoy lo del desafío catalán le viene como anillo al dedo. Cuanto mayor sea el embate del separatismo catalán más se abrazarán Rajoy y el PP a la unidad de España y al orden constitucional. Es la reacción ante la acción: el imprevisto beneficio externo que provocará el secesionismo catalán en la política española: polarizará el voto defensivo hacia quienes más genuinamente representan los valores de la españolidad y el centralismo.

Como en todo todo proceso emocional que gana intensidad a cada momento, el lenguaje está alcanzando su paroxismo. "Catalunya ha amado a pesar de no ser amada" clama Más por las esquinas. Y el ministro de Defensa, Pedro Morenés, dice, como el que no quiere la cosa, que si las instituciones catalanas cumplen con la ley "no hará falta" la intervención de las Fuerzas Armadas.

¿Provocarán los secesionistas una intervención militar? ¿Se puede gestionar de otra forma la declaración de un estado soberano por una parte del territorio del Estado español? Nadie tiene respuesta, por ahora, para estas inquietantes preguntas. La rabia y el dolor protagonizaron en 2004 unas elecciones generales en este país estremecido por los salvajes atentados de Atocha. El fantasma del miedo puede catalizar ahora un voto de "salvación nacional". Tendría su gracia que los separatistas catalanes le dieran a Rajoy su segunda legislatura en mayoría. No lo descarten.