Adoro mi tierra y adoro el extranjero. Me siento en casa en mi casa y procuro sentirme en casa en todas partes, pero sé que en ningún sitio uno es de ese sitio plenamente. Por eso me siento saludablemente extranjero de todas partes y natural en todas partes.

La palabra independencia suena bien, naturalmente, entre los que la pronuncian con la ilusión de obtenerla, pero a los que ni la sienten ni la esperan les llega como un latigazo. Independencia, ¿para qué?

En una conversación que tuvieron en 2002 Lluis Llach, cantautor, que ahora es profundamente independentista catalán, y Manuel Vázquez Montalbán, el gran escritor, que no era ni nacionalista ni independentista, se pronuncia esa pregunta: Independentista, ¿para qué? La dice Llach. Ahora no la diría, y de hecho no la dice: él está en la lista más claramente independentista de las que compiten para las elecciones cuya campaña comenzó el viernes.

La pregunta se la hacía entonces Llach porque consideraba que un proyecto ilusionante de España sería suficiente para que los catalanes se sintieran cómodos en ese proyecto. Luego de 2002 han pasado algunas cosas que los que ahora quieren la independencia consideran graves; el principal de todos ellos, el fracaso del Estatut que presentó Pasqual Maragall, apoyó Artur Mas y que el Constitucional bajó del caballo.

Es cierto que si el PP no hubiera ido a este organismo a quitarle las alas a ese proyecto de integración con España hoy probablemente no estaríamos en estos dimes y diretes que en Cataluña entusiasman a muchos y en el resto de España preocupan: Cataluña es una parte importante del Estado, es una comunidad decisiva, por su cultura, por su lengua, por su pasado, y su salto a otro lado (su salto a su lado) constituiría una pérdida muy grave para el país que habitamos. Es cierto también que torpezas sin cuento han desembocado en un impasse político en el que la sordera ha sucedido a la mudez y ahora no hay nadie en las alturas de los respectivos poderes que trate de entenderse.

Algunas iniciativas han caído en seguida en el descrédito por el fogoso pronunciamiento oficial catalán desdiciendo a sus probables interlocutores como lacayos de la opinión españolista o mesetaria. De modo que estamos en una grave situación, de la que es probable que salga, en efecto, la independencia de Cataluña en un país, y en un continente, que parecía que ya había dado carpetazo a las reparticiones.

Ya se sabe cómo reaccionaría Europa, pero esa reacción posible no detiene el camino conducido por Mas, como un caudillo o un Moisés; en aquella conversación entre Llach y Vázquez Montalbán (publicada en un libro de 2002, Ciudadanos de Babel, publicado al amparo de la fundación Contamíname, de Pedro Guerra) se habla del peligro de caer en actitudes parafascistas de movimientos nacionalistas más basados en el sentimiento que en la razón.

Lo cierto es que, legítimamente, hay en Cataluña personas, millones de seres humanos que optan por el extranjero. Comprendo a mis amigos nacionalistas y considero amigos también a los independentistas. Allí y en cualquier parte. Yo ya soy suficientemente extranjero en todas partes. No comprendo esta pasión por serlo aún más, de modo que no entiendo por qué sienten estos amigos la necesidad de separarse simplemente porque en un suspiro de la historia los gobernantes de un lado no les escuchan. Ya vendrán otros gobernantes, esperen, para hablar siempre hay tiempo. Para lo que no hay tiempo es para volver a hablar una vez se hayan ido definitivamente al extranjero.