No es nada nuevo que escuchemos, como un mantra repetitivo, las frases alusivas a la dependencia turística de nuestra economía, de la que vive un gran porcentaje de habitantes en Canarias, y más concretamente en nuestra Isla. Más que nada, porque una configuración de estas induce a que -a pesar de las medidas globales que se tomen- cada una tenga prácticamente que luchar en solitario ofertando sus especificidades, lo mismo que un vendedor que predica las excelencias de su mercancía. Tampoco somos ajenos a que últimamente se nos viene adocenando con estadísticas crecientes sobre la bienaventurada venida de visitantes a nuestro territorio.

De modo que, conscientes con este cambio, supuestamente a mejor, los heraldos no paran de proponer lógicas mejoras estructurales, privadas o públicas, para ampliar la oferta de alojamiento y ocio, empezando por el rejuvenecimiento de la planta hotelera obsoleta, que con diferencia de otras más recientes suele estar situada en las parcelas más céntricas y mejor comunicadas de las zonas turísticas, por la sencilla razón de que llegaron primero al "boom" de esta industria.

Dicho de este modo, apruebo todo lo antedicho porque la competitividad con otros lugares externos resulta ferozmente agresiva. Con una economía agrícola en lamentable retroceso, que debiera ser la proveedora vecinal más inmediata de las empresas hoteleras, la única vía de escape económico consiste en ir a trabajar en el sector Servicios de forma directa o complementaria.

De esta forma, y no otra, se ha generado el éxodo masivo del campo en las últimas décadas, que como todo movimiento llegó a su apogeo antes del 2007, para luego caer en la recesión sistemática que minó -y sigue minando- la calidad de los empleos auxiliares relacionados con esta industria.

Es cierto que se ha ido retornando a la normalidad económica de antaño, porque no se para de pregonar su crecimiento, pero lo que no se menciona es que con ello se haya minorado la crisis personal de cada trabajador, que no sólo ha visto mermada la cuantía de su sueldo, sino que también está padeciendo un empeoramiento en sus condiciones económicas con contratos discontinuos y a media jornada, obligándolo a darse de alta como falso autónomo si quiere continuar en la misma empresa.

Otra opción más reciente ha sido la determinación de contratar estos servicios a otras externas dedicadas a cubrir estas vacantes, que reciclan en condiciones laborales más precarias a los mismos empleados despedidos, para cubrir los trabajos -con horarios y deberes aún mayores- que efectuaban cuando formaban parte de las plantillas de la propia cadena.

Y al que dude de esta afirmación le sugiero que charle de forma privada con cualquiera de los que efectúan oficios de limpieza o mantenimiento en cualquier complejo turístico, y le responderán con aumentos no remunerados de responsabilidades y horario de trabajo, so pena de despido por expediente regulador.

A la baja cualificación de estos trabajadores, hay que añadir el número de desempleados carentes de ninguna formación. Son esos "ninis" -ni estudian ni trabajan- que en número de más de 33.000 tiene registrado el Servicio Canario de Empleo, y con los que se promueve los llamados cursos de formación. Salida drástica de dudoso resultado, pocas veces amortizable.

¿Qué hacer entonces? Políticos y empresarios tienen la última palabra, porque la calidad de un servicio viene siempre determinada por la actitud de su personal, y este no está pasando ahora por una etapa de bonanza, nada acorde con esas cifras macroeconómicas triunfales de crecimiento, ajenas a la crisis.

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