El problema de una puerta no es el tamaño, sino la cantidad de gente que tiene que pasar por ella. Cuanto más grande, mejor, es obvio. Pero lo normal es hacerlas para pasar de uno en uno. Con las carreteras de Tenerife nos pasa lo mismo. Hace mucho tiempo que nos hemos convertido en una ciudad isla. O lo que es lo mismo, en una gran metrópoli que se extiende por todas las medianías y costas de la isla. Hemos creado la ficción administrativa de que vivimos en municipios distintos pero no hay más que echar una ojeada a vista de pájaro para ver el mar de casas que se extiende como un cinturón por toda nuestra geografía.

El parque móvil del millón de habitantes que tiene Tenerife se ha duplicado en pocos años hasta llegar a superar los 800 vehículos por cada mil habitantes. Nuestras carreteras están llenas de coches particulares y de alquiler y vehículos de transporte de mercancías. No tenemos otro sistema para comunicar el hormiguero. Cada día entran en Santa Cruz 117.000 vehículos que equivalen a unos 470 kilómetros de aparcamientos. Si se colocaran uno detrás de otro darían la vuelta sobradamente al perímetro de la isla. Y los puntos de máxima saturación de tráfico, en la TF-5 a la altura del Campus de Guajara y Padre Anchieta y en la TF-1 en Santa María del Mar (por citar sólo algunos) están entre los mayores del país.

Con estos mimbres aún hay gente que echa pestes y maldiciones cada vez que le toca una de esas interminables colas mañaneras de entrada al área metropolitana. Va siendo hora de que entiendan una cosa: no tiene remedio. No, desde luego, a corto plazo. No hay milagros. Como el gordo fondón que va al médico y le dicen que tiene que adelgazar treinta kilos, la cosa va de hacer sacrificios durante un largo periodo de tiempo.

Es imposible que sigamos haciendo más y más carreteras. Hay que apostar por un transporte público seguro, eficiente y barato. Lo indignante es que nuestras islas hayan sido expulsadas de cualquier tipo de inversión en redes ferroviarias y no se haya contemplado ninguna alternativa al transporte por carretera.

Los canarios, en general, vivimos prisioneros del coche y no tenemos alternativas para movernos de un lugar a otro. La mala baba y las pestes que echamos cada vez que nos toca una interminable cola deberíamos canalizarla en una energía social inteligente que exija que de una puñetera vez que dejemos de ser ciudadanos de cuarta categoría en lo que se refiere a inversiones en redes de transporte guiado. La Península esta trufada de sistemas de comunicación redundantes e inversiones de miles de millones en conexiones ferroviarias. La ira que sentimos atrapados en los atascos es legítima, pero inútil hasta que lleguemos a entender que mientras en España tienen grandes autovías y redes de alta velocidad que han costado de momento unos cincuenta mil millones, aquí nos han dejado en manos del piche puro y duro. Allí tienen AVE y aquí tabobos. Es otra clase de pájaro.