Sale Pablo Iglesias a una tribuna de oradores en un mitin y se pone a cantar a capela, como Paco Ibáñez, y a hablar como si fuera un extra de una película española de indios rodada en Almería llamándose a sí mismo Coleta Morada. ¿Ha traspasado la política nacional la delgada línea roja que separa la frescura de la payasada? A saber. Pero es un hecho que ante el deterioro cognitivo de la sociedad los comunicadores se creen obligados a adoptar nuevas fórmulas de frivolización del discurso. Piensan, tal vez con razón, que es la única manera de que la gente les haga un pequeño hueco en su atención, ocupada mayoritariamente por la Champions League, la hipoteca y los programas de televisión sobre las aventuras y cuernos de las hijas de tonadilleras.

El debate sobre la secesión de Cataluña, que probablemente sea el hecho político de mayor trascendencia desde la transición española, ha aterrizado en mal momento. No ha existido, que yo sepa, peor generación de políticos que la que padece hoy este país. Para muestra el botón de un presidente de Gobierno que tartamudea y se atrabanca sin saber que los ciudadanos españoles no dejan de serlo porque los responsables de su autonomía decidan un Viva Cartagena independentista. Es todo un síntoma de la enfermedad de intrascendencia que vivimos.

No hay más que acercarse por cualquier parlamento para ver cómo los oradores se han convertido en lectores que trepan hasta el escaño para recitar malamente dos cuartillas. No es que no sepan hablar, es que ni siquiera saben leer. El templo del discurso se ha transformado en la ermita de la ramplonería más aburrida. Lo que nos deja este escenario es la inquietante certidumbre de que España no tiene gente de talla, sino una grave infección de oportunismo político dispuesto a sacar tajada electoral de los acontecimientos por muy graves y traumáticos que sean.

El horizonte al que nos enfrentaremos a partir del próximo lunes será el de una nueva espiral de tensiones de incierto final. Ya sabemos que sea cual sea el resultado de los comicios catalanes no habrá ganadores y perdedores, porque todos se apropiarán de los resultados para interpretarlos a la medida de sus conveniencias partidarias, que no son necesariamente iguales a las conveniencias sociales. Nos quedan por vivir días de zozobra. Que los políticos se hayan travestido en animadores que hablan en indio, en ministros que desbarran, en zascandiles a la búsqueda de un éxito en los titulares o en los hashtags de moda de las redes sociales, no hace sino echar gasolina sobre el fuego de los miedos.

Si esto está así antes de las elecciones catalanas, no quiero ni pensar en cómo se va a degradar en lo que queda para las generales de diciembre. Entre la torpeza de la casta y la evanescencia de la anticasta, entre el óxido de lo viejo y la futilidad de lo nuevo, la política española parece un subproducto de los asesores de imagen. Todo está hecho para ser sólo una noticia, un titular, un voto. Igual es que esto ya es así, pero qué deprimente.