A Europa, la culta, la autosuficiente en economía y políticamente unida (?), la democrática y altanera que presume de haber alcanzado el cenit en relación al Estado del bienestar, y que siempre ha dado lecciones al mundo de su espontánea generosidad para aquellos que no siendo comunitarios quisieran venir a su seno a vivir y a trabajar, se desgarra y desangra por los cuatro costados cuando esa invitación se transforma en imposición -ahora la denominan cuota-, y tiene que mostrarse generosa a la fuerza con aquellos miles de refugiados que huyen del horror de una guerra y que se arremolinan a su puerta solicitando compasión y cobijo para ellos y sus familias.

Ahora es el momento de Europa. Es el momento de que se imponga el corazón sobre la razón, la solidaridad sobre el cálculo, los sentimientos sobre la cabeza y el sentido común sobre los estándares de lo que marca lo políticamente correcto. Es hora de recordar el pasado de Europa. Un pasado no demasiado lejano donde cientos de miles de personas marchaban de un país a otro huyendo de la barbarie del nazismo. Ellos, nuestros antepasados, también eran refugiados políticos e imploraban, igualmente, ayuda y solidaridad para ellos y para sus familias.

Pero la memoria colectiva es muy efímera: ahora, en Europa, la vieja Europa, se ha desatado una crisis migratoria, casi bíblica, ocasionada por el desplazamiento masivo de cientos de miles de personas -se calcula que ya han salido de Irak y Siria, principales focos del conflicto, más de cuatro millones de personas-, huyendo de los bombardeos y de los ataques suicidas y de las ejecuciones masivas de una guerra civil entre el ejército sirio de Bashar Al Assad y el frente opositor, mezclado con el avance islamista del Estado Islámico y otros grupos o facciones próximas a Al Qaeda que tienen aterrorizada un buena parte de Oriente Medio.

Y lo que no debemos olvidar es que dichas personas, al menos en su inmensa mayoría, no son emigrantes, que también, sino que principalmente son refugiados políticos a los que les debemos apoyo, amparo y protección. Pero en Europa -y no digamos ya en España- manejamos magistralmente la hipocresía y la doble moral. Si por una parte estamos dispuestos a acogerlos en nuestro territorio (incluso alguna que otra ONG y algunas personas se han apresurado a salir a la calle, pancarta en mano, a ofrecer su ayuda e incluso su casa para resolver o paliar en lo posible dicha crisis humanitaria), por otra parte ha faltado tiempo para solicitar la pertinente ayuda económica de las instituciones para hacer frente a los gastos que su pura misericordia y desinterés les pudieran ocasionar.

Una vez comprobado que el flujo de refugiados no sólo no para, sino que aumenta conforme pasan los días, la ciudadanía más progre ha exigido a los responsables políticos europeos que pongan solución a dicha riada humana atacando el problema desde su raíz; que, para el que no lo entienda, lo que esto viene a significar es pedirle a la OTAN y de camino a los Estados Unidos de América que se pongan en acción y que se dejen de reconocimientos y de bombardeos aéreos y de medias tintas y que pongan las botas sobre el polvo del conflicto.

Pero, ¡ay, amigo!, exigen que lo hagan con la aprobación de la ONU -que no dará la aceptación porque Rusia ya ha impuesto su veto- o con una intervención de una coalición internacional, pero sin que vayan los míos -en este caso los nuestros-, y se mojen los otros, sobre todo los yanquis, que son, en definitiva, los que nos han sacado siempre las castañas del fuego a los europeos. Y mientras tanto, los refugiados van a donde el corazón les arrastra, dejando en ello sus propias vidas, y padeciendo las consecuencias de que los europeos sigamos debatiendo el número de cuotas a repartir, que, al parecer, debe ser tan complicado como descifrar el propio sexo de los ángeles.

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