Aunque no nació en San Cristóbal de La Laguna, Veremundo Morales era lagunero hasta el tuétano del alma, un lagunero cabal. Amaba de veras su ciudad de adopción voluntaria, sin que por ello se resintieran sus firmes raíces icodenses. Su manera de vivirla y de convivir con sus gentes, con los vecinos y con los amigos, fue ejemplar. Me precio de haber sido uno de ellos, desde el tiempo lejano -alrededor de setenta años- en que el nunca olvidado obispo Pérez Cáceres, nos llamó, a él primero, luego a otros profesores seglares y a mí, para que nos incorporáramos al claustro de enseñantes del Seminario Diocesano. Doy testimonio de su bonhomía, de su noble entender la relación con los alumnos y de la coherencia de su pensamiento. Dentro de una semana hubiese cumplido un siglo. ¡Cuánta sabiduría acumulada y repartida en tan largo caminar! Acaso una de las mayores virtudes de Veremundo Morales Cruz era su sano optimismo, la vitalidad contagiante que emanaba su persona, su sencillez, la forma suya de ver la realidad y de hacerle frente a la vida con mirada curiosa, positiva, estimulante. Siempre se mantuvo en un plano de discreta presencia; la de quien sabe cuál es el momento justo para participar de manera justa en aquello en que vale la pena comprometerse, siempre de manera desinteresada. Que lo digan, si no, sus innumerables discípulos. Que lo diga, si no, la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, la bicentenaria institución tinerfeña a la que se incorporó en 1975 y de la que fue durante muchísimos años su conservador fiel, exigente, comprensivo e insobornable; generosos servicios que en 2010 le reconoció nombrándolo miembro de honor. Era maestro nacional. Se ufanaba de serlo, de lo que significa modelar caracteres y la personalidad de quienes empiezan a descubrir el mundo. No olvidaré la mañana de julio de 2014 cuando, ya casi centenario, asistió al descubrimiento de la placa que da su nombre a una calle de San Cristóbal de La Laguna, arropado aquel día con el calor y el afecto de sus hijas y nietos y de muchos amigos. Aquella mañana nos dio a todos los presentes, con una lucidez asombrosa, una lección magistral sobre la experiencia humana del educador, del pedagogo perseverante, entregado en cuerpo y alma a su vocación. Lo hizo con la sencillez y hasta con el desparpajo de quien contaba una historia divertida pero de la que, de vez en cuando, afloraba sin poder evitarlo, la pesadumbre de muchas renunciaciones, sacrificios, desalientos y hasta fracasos que lleva consigo la difícil misión de educar. Esa mañana entendí bien por qué se homenajeaba a don Veremundo y quiénes merecen de verdad que su memoria perdure como ejemplo en el tiempo.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna