Estuve este viernes en mi pueblo, en el festival Periplo, y tuve delante de mi, en una charla que muy amablemente me pidieron que diera en este certamen que cada vez cobra más auge popular, a don Luis Espinosa, el médico. De los médicos recuerdo las manos blancas, la amabilidad discreta, el sentido común y la esperanza que transmitían sobre todo en mi infancia y en adolescencia. Por casa pasaron don Julio Espinosa, don Isidoro Luz, don Celestino Cobiella... Don Celestino venía, se sentaba con las manos extendidas a los dos lados del sillón de escay que tenía mi madre, y dejaba detrás un halo de bondad y de ojo clínico, que sus hijos médicos heredaron. De él, he dicho alguna vez, recuerdo sobre todo las manos, aquellas manos blancas que luego fueron para mi distintivo de los buenos médicos que conocí entonces. Entre ellos estaba don Luis Espinosa, a quien iba a ver mi madre, sobre todo, cuando tuvo problemas de huesos. Don Luis también fue profesor nuestro, en quinto de Bachillerato del colegio de Segunda Enseñanza. Nos daba ciencia. Pero lo recuerdo, sobre todo, saliendo de su despacho de médico para llamar a sus pacientes; debía ser entonces muy joven, pero ya tenía ese aire bondadoso y grave, de alguien que se toma con mucha pasión tranquila su oficio de curar. Aliviaba verlo, a mi madre la aliviaba ver a don Luis.

Y eso, el alivio de los médicos, que produce su eficacia pero también su sola presencia, es algo en lo que he pensado mucho estos días. Lo comenté con Rafael Alarcón, a quien todos llamamos Boti, que ejerce en el Hospital Universitario de Tenerife, recordando a un médico singular que siempre está en mi memoria como aquellos, y lo recordé mientras veía ante mi, en esa charla en Periplo, a don Luis Espinosa. A esos médicos les tengo tanta gratitud, y tengo tanta gratitud a los médicos que, aunque él no lo supo, a don Luis le dediqué mi charla como si a todos les dedicara lo que hago porque sin ellos yo no estaría aquí ni en ningún lado.

Lo que le conté a Boti tiene que ver con don Alberto de Armas, que falleció hace ya años y que dejó, en la Isla y fuera de ella, una huella de enorme bondad y de extraordinaria eficacia profesional como médico. Igual que su amigo, el doctor Pepe Toledo, Alberto se quitaba las obligaciones habituales que le controlaban su tiempo para ponerse a disposición de la gente dolorida. De él es una anécdota estupenda que explica como ninguna otra el ánimo que son capaces de inspirar los médicos.

Cuando terminó su licenciatura, Alberto se vino al Hospital de Enfermedades del Tórax de Ofra, al lado del que vivieron él y su familia muchos años. Durante ese tiempo a esa casa llegaba sin falta una señora que le dejaba una tarta o cualquier regalo que jamás dejaba de tocar a la puerta por Navidad. Al cabo del tiempo, Delia, la mujer de Alberto, le preguntó a la señora quién era, a qué se debía esa gratitud, pues el marido no tenía recuerdo de haberla tratado jamás a lo largo de su carrera.

La señora le explicó a Delia la situación. Cuando Alberto se acababa de incorporar a la plantilla de médicos de Ofra se encontró con esa mujer, entonces una chica joven, que lloraba sin consuelo en uno de los pasillos del hospital: le habían anunciado que su mal no tenía remedio. Alberto, que siempre tuvo ese carácter expansivo, cordial y solidario, se le acercó, la golpeó en el hombro y le lanzó algo más que un diagnóstico: usted se pondrá bien, ya lo verá. Y la mujer se puso bien. Alberto no la trató jamás, pero ese día le dio mucho más que un tratamiento, le insufló un ánimo que sólo son capaces de dar los médicos buenos.

Por esas razones y por muchas más, mi gratitud a los médicos es tan antigua como mi vida, y es tan ancha como la experiencia que tengo de historias similares que me han contado o que he presenciado yo mismo.