En toda mesa de póker siempre hay un primo. Si vas a jugar, tienes que sentarte y dedicar los primeros cinco minutos a identificar quién es el primo. Si pasados cinco minutos no lo has descubierto, no importa. Ya lo tienes claro. El primo eres tú. La frase del famoso jugador Thomas Preston, "Amarillo Tejas" no vale para la vida. En la vida los primos somos mayoría en cualquier mesa.

El otro día, por ejemplo, fui a una reunión de una junta de una comunidad de vecinos. Y allí, representado en ese pequeño microcosmos, estaban todos los personajes de nuestro país. Primero estaban los que no estaban. Los ausentes. Los que ni siquiera quieren participar en discutir los asuntos que afectan a la comunidad. La abstención, como en las elecciones políticas, gana por goleada. Luego, entre los pocos que acuden a la junta existe un variado repertorio. Están los que tienen ideas, los que proponen soluciones, los que aportan, los juiciosos... Y luego están los majapapas, los que sólo saben protestar, los airados para los que todo es negativo pero que evitan siempre cuidadosamente aportar ninguna solución a ningún problema. En toda junta de vecinos hay por lo menos uno de estos personajes. Es el que siempre tiene algo que objetar a todo: a la limpieza, a las cuotas que se pagan, a los ruidos, a las luces que se encienden demasiado tarde o demasiado temprano... Si le proponen que se haga cargo de las cosas, por supuesto dice que no. Su estado natural es poner a parir todo lo que hacen los demás aunque nunca está dispuesto a dar el paso al frente y hacerse cargo de las cosas (ya se sabe que en este país los mejores entrenadores de fútbol no están en el campo, sino en la grada). Luego está el que va a lo suyo. El que quiere saber cómo puede arreglar un asunto que le afecta personalmente. Y después también destaca el personaje capaz de encresparse con facilidad en cualquier debate, alguien de tono colérico que está esperando la menor oportunidad para liarse a voces con el de al lado.

A pequeña escala, una junta de vecinos es un microcosmos de nuestra sociedad. Allí se descubre nuestra perfecta incapacidad para una coexistencia tolerante. Hay gente que deja basura por todas las esquinas y los pasillos. Vecinos que almacenan en su plaza del garaje cajas vacías, latas, bolsas y otros trastos inútiles. Personajes que organizan escándalos a altas horas de la madrugada, pasando de todo el mundo. Gente que fuma en los ascensores, sin consideración para los que no lo hacen. Y luego una inmensa mayoría de gente normal, tranquila y educada que aguanta silenciosa y resignadamente a todos los demás. Pero a todos les une una cosa: no son capaces de entenderse.

Muchas juntas de vecinos son tormentosas. Hay personas que no pagan sus cuotas (algunas porque simplemente no pueden) y a las que hay que reclamarles por la vía judicial. Se discute cómo descubrir a quiénes están causando desperfectos una y otra vez en las zonas comunes, quién pinta los ascensores con rotuladores o los raya con las llaves, quién saca las bolsas de basura chorreando... Hay gente muy cochina por esos mundos de Dios. Se habla de colocar cámaras para vigilar las zonas comunes... Es un largo esfuerzo inútil que conduce a la melancolía. Porque casi todos los problemas se basan en la falta de educación y capacidad para la vida en común.

Si en una reunión de unos pocos vecinos para tratar asuntos tan nimios cómo administrar la convivencia en un edificio se lía parda, ¿qué esperamos que ocurra en un ayuntamiento o un parlamento? La gente no se da cuenta de que el conflicto está insertado en el código genético de esta sociedad pasional, levantisca e irreflexiva, siempre dispuesta a la mayor gresca por el menor problema. No tenemos malos políticos, sino malos ciudadanos que ocasionalmente son políticos. Y si queremos consolarnos pensando lo contrario es que además somos tontos. Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, dice la vieja frase. Pero además es otra cosa. Los seres humanos hacen a los dioses y a los políticos a su imagen y semejanza. Es justo así. Al revés.