Resulta frustrante la afición masoquista de la izquierda española, sobre todo cuando se trata de nuestra historia. Ahora toca, por fecha, recordarnos que el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, y la posterior colonización del continente, fue el inicio de un genocidio sistemático contra la población aborigen. Vale, les compro la idea: fue un genocidio. O más precisamente fueron varios genocidios: los de los harroattoc de Virginia, los apalaches de Florida, los yazoo del Missisipi, los opowhatan de Virginia, los timucua de Florida, los araucanos de la Pampa, los yahi de California, los colkackamas de Oregon, los beotuck de Terranova y los de 87 de las 230 tribus de la Amazonia. A todos ellos hay que sumar decenas de masacres de pobladores mexicas y andinos, y las hambrunas y enfermedades derivadas de la conquista y colonización, que pudieron acabar -sin responder estrictamente a una voluntad genocida- con más de las cuatro quintas partes de los taínos del Caribe y con un porcentaje próximo al diez por ciento de la población de todo el continente. En "El Libro Negro de la Humanidad", Matthew White, considerado el mayor experto mundial en historia de los genocidios, calcula que durante la conquista y colonización pudieron morir por distintas causas -genocidio, guerra, asesinato, hambre, enfermedades- alrededor de 15 millones de indios en todo el continente. El exterminio fue más eficaz y sistemático en el norte -la colonización fue posterior- que en Centro y Sudamérica.

Reconocido, pues, que la colonización de América supuso una cadena de genocidios -no los primeros en el continente, los aztecas exterminaron en sacrificios humanos antes de la llegada de los europeos a más de un millón y medio de cautivos de guerra- conviene plantearse qué diferencia hay entre ese concreto episodio de la historia y tantísimos otros: solo en el siglo pasado, en algunos casos con el delito de genocidio ya incorporado a las leyes internacionales y sin incluir los seis millones de judíos exterminados en el Holocausto, Stalin mató intencionadamente por hambre, tras la revolución bolchevique, a 4.200.000 ucranianos; un millón y medio de bengalíes fueron exterminados por Pakistán en 1971; los turcos asesinaron a un millón de armenios y casi 300.000 asirios en 1915; los hutus a un millón de tutsis en Ruanda en 1994 y los tutsis a 150.000 hutis en Burundi; Hitler exterminó a medio millón de gitanos; China a 350.000 tibetanos tras la anexión del Tibet; 200.000 kurdos fueron asesinados entre 1970 y 1990 por tropas de los países fronterizos; 200.000 darfuríes han muerto en Sudán mientras la ONU mira para otro lado y medio millón de chechenos, ingushes, karachais, balkares y calmucos han sido asesinados en los últimos 65 años, principalmente por iniciativa rusa. Y todo eso sin que se pueda hablar de muertes en acciones de guerra. Puro genocidio, aquí al lado, bien cercano.

Los hombres matamos a nuestros semejantes -especialmente si son distintos- desde siempre. Entiendo que eso angustie a la alcaldesa de Barcelona o al alcalde de Cádiz. A mí también. Pero puestos a denunciar exterminios, creo que es más razonable dejar la política de lo sabido a un lado y hablar de los que debemos evitar, antes que volver con Gensis Kan y Timur, con Napoleón, Federico el Grande y Luis XIV, con Julio César y Alejandro Magno. La historia les recuerda como constructores de naciones. Y es lo que fueron. Las fundaron sobre los cadáveres de cien mil millones de seres humanos.