Un poco antes de la extinción masiva de los dinosaurios -es decir hace muchos años- el Gobierno socialista de las Islas decidió imponer un impuesto especial sobre los combustibles. Eran tiempos de prosperidad y la hacienda regional necesitaba hacer caja para poder pagar tanta sede duplicada, tanta nueva competencia, tanto desorden y tanta nueva administración.

En el mundo de la fiscalidad se dan pocos casos de impuestos que se extingan como las especies animales. Al contrario, se reproducen con mucha facilidad. En Canarias no es una excepción y de aquellos viejos tiempos de libertades comerciales y exenciones fiscales al consumo pasamos a una frondosa selva tropical de impuestos indirectos, a la entrada de mercancías, especiales al consumo y directos sobre las rentas del trabajo y de las actividades empresariales y sus beneficios. El resultado de nuestros progresivos cambios económicos y fiscales es muy discutible. Encabezamos todas las listas negativas del Estado (sueldos más bajos, pobreza más alta, exclusión social, mayor costo de la vida, paro juvenil...) al mismo tiempo que descollamos en los indicadores de una sociedad comatosa.

Los sobrecostos del suministro de combustible a Canarias sirven de justificación para que el precio de las gasolinas y fueles, antes de impuestos, sea de los más caros de Europa. Claro -dirán ustedes- es por la distancia. ¿Qué distancia? Por aquí pasan los petroleros camino de la Península, no al revés. Y en la isla de Tenerife teníamos (ahora está cerrada) una refinería, pero los precios siempre fueron así antes del cierre. Así que lo de la distancia no vale un pimiento morrón para explicar por qué tenemos el precio de las gasolinas más caro que el resto de los europeos continentales.

Los misterios del mercado de los combustibles son inescrutables. Cuando sube el precio del barril de crudo suben de inmediato los precios en las gasolineras. Cuando baja no se trasladan los descensos ni a la misma velocidad ni en igual cuantía. Las explicaciones son tan penosas que no merece la pena ni citarlas. Nos toman el pelo, pura y simplemente.

Pero el caso de Canarias, además, es un abuso. Aquí no tenemos más alternativa que el transporte por carretera. Los precios del combustible, que tiene una fiscalidad del cien por ciento sobre el precio del bien que se vende (sumando todos los impuestos que se le cascan al litro) son una indecencia para un territorio que depende agónicamente de las cuatro ruedas. Los ciudadanos no disponemos de transportes públicos alternativos al uso del coche y lo que en el territorio continental es un lujo o una alternativa en nuestras islas son la única posibilidad.

Lo de los costos de la energía en Canarias es inenarrable. El Charlamento canario -dícese de nuestra cámara legislativa- aprueba planes energéticos que son como los cuentos de los hermanos Grim: pura fantasía literaria. A efectos de transporte somos ciudadanos de tercera división con respecto al continente y soportamos sobreprecios que son un handicap para las empresas y una desgracia para los ciudadanos, desplumados como un canario en su jaula. Pero nos siguen ordeñando como si tal cosa.