Al hilo del reciente Congreso Gastronomika San Sebastián, en el que tuve ocasión de atender unas cuantas ponencias en el auditorio principal del Kursaal, tengo que decir que hubo trasfondo en varias intervenciones en las que se advertía un análisis más ambicioso de la alimentación y de la cocina desde una perspectiva antropológica y de la sotenibilidad.

Se agradecen estos filamentos del saber -no todo va a ser técnicas y platos novedosos- porque se nutren de lo que ha sido una evolución del hecho de nutrirse y cómo el humano trascendió al mero hecho del sustento para impregnarlo de una sofisticación paulatina basada más en el deseo que en la necesidad.

A lo largo de las jornadas se pudo establecer lo alejado o cercano de las culturas coquinarias con la presencia de chefs del país invitado, Singapur (también Hong Kong), y en ocasiones se percibió un punto de conjunción que tiene mucho que ver con la constante "apropiación" de las ethnic food. Está claro que en los últimos años, hablando de España (la potencia gastronómica mundial, sin duda) se pudo notar una proclividad a la "japonización", "peruanización" o "mexicanización" -disculpen los términos pero expresan lo que quiero trasmitir-, con tendencias y gustos que han terminado implantándose en nuestros hábitos.

A su vez, los estantes de las grandes superficies invitan a probar productos y elaboraciones exóticas, y esto no deja de crecer. Así que no solo en la restauración, sino en casa nos podemos atrever con unos sushis y su wasabi, unas fajitas mexicanas, unos papadooms de India o con un ceviche peruano.

Los observadores en el ámbito social lo denominan "ecosistemas domésticos diversificados", pues hasta hace relativamente pocos años el sistema agroalimentario de muchos países occidentales se caracterizaba porque los recursos consumidos eran producidos en el mismo lugar. En países como Holanda o Inglaterra, por su historia colonial y comercial con oriente, se daba uso a especias y productos foráneos, principalmente en forma de aderezos y saborizantes.

Hoy se puede decir -lo han confirmado muchos chefs en el foro internacional donostiarra, caso de Joan Roca- que en muchos casos se han roto los lazos entre la alimentación y el territorio. El alimento está deslocalizado, desconectado de su raíz geográfica y de los distintos condicionamientos de los hábitats y consumidores.

Hay jefes de cocina que no dudan a la hora de afirmar que una parte cada vez más importante de la población consume -y se interesa- por alimentos producidos no solo en el exterior, sino fuera de su "vista", de su ámbito cultural y de usos y costumbres.

Con esta reflexión derivada de una observación de lo que "se está guisando" en la gran olla mundial de la gastronomía hay que aludir necesariamente a la formación y a la divulgación. La cocina y la viticultura no solo están en momento de ebullición por una clara irradiación mediática (congresos, el reality de televisión, giras de chefs punteros, expectativas en la consecución de estrellas Michelín, anuncios en tv que nada tienen que ver con los fogones...).

Para algunos expertos, "se está verificando una verdadera producción industrial del gusto: el sabor está separado del contenido y los aromas sustituyen al gusto".

De estos equilibrios aflora la mano del cocinero, que no solo tiene la potestad de propiciar un rato feliz de mesa y mantel, sino que además va a armonizar su selección del ingrediente lejano con el local bajo el hilo conductor de técnicas, concepto y personalidad. ¡Ahí es nada!

En conclusión. El sentido del gusto se está redescubriendo constantemente -también aceleradamente- y, en la vertiente antropológica que mencionábamos, esto no solo queda plasmado en apetencias meramente estéticas sino que entra de pleno la relevancia para la salud.