Es difícil explicar un país donde los padres se meten de trompadas en un partido de fútbol de alevines en el que los niños se supone que están aprendiendo la nobleza del deporte. Los ídolos de los más pequeños de la casa, jóvenes deportistas multimillonarios tatuados desde los tobillos a las orejas, son un "espejo de virtudes" para los alevines: conducen lujosos deportivos a velocidades estratosféricas, se escupen en el campo, se dan empujones, cabezazos y trompadas, engañan al fisco y evaden impuestos. Una colección de joyas.

Pero esos son los ídolos de un país extraño que pone a parir a los banqueros pero admite sin problema los sueldos súper millonarios de sus estrellas del deporte. Es el mismo país del indignado ciudadano que por la noche se desgañita tomando un barraquito y poniendo a parir a los defraudadores y a los chorizos del Gobierno y a la mañana siguiente te cambia la cisterna del baño y te propone hacer la factura sin IGIC, porque te saldrá más barato.

Este es ese país. Y aunque parezca mentira, aún tiene sus cosas buenas. Las sucesivas oleadas de idiotas que han ido tomando posesión de esta realidad de lo "políticamente correcto" no han conseguido acabar totalmente con los vientos de libertad y de aprecio por todas las pequeñas cosas maravillosas de la vida que de repente un día aterrizaron en los días y las noches de España.

Por lo que puede verse, las nuevas generaciones han adquirido las peores costumbres de sus antecesores y muy pocos de sus mejores vicios. El homo sapiens español nunca fue demasiado sapiens, pero tenía el suficiente sentido del humor para tomarse la vida con un punto de alegría. Cuando un tal Alfonso Guerra llamaba al duque de Suárez "tahúr del Missisipi con chaleco floreado" y "perfecto inculto procedente de las cloacas del franquismo" la gente se tronchaba de la risa. A los conservadores les dedicó Guerra lo mejorcito de su verbo afilado: «Esta derecha reaccionaria, troglodita, cavernícola, cafre y fantoche representa lo más oscuro de la historia», «el PP está integrado por jóvenes joseantonianos trufados con alguna monja alférez» y «el PP es un híbrido entre la Falange y el Opus Dei y Aznar está entre Onésimo Redondo y San Monseñor». Fraga era un Atila que no podía perder el control de su cerebro "porque no tiene" y Aznar tenía, para Guerra, "sonrisa de hiena". El ayatolá de las injurias, el príncipe del veneno, aceptó que algunos le llamaran "soplapollas" "zafio" "miserable" y "carroñero sin escrúpulos" entre otras lindezas.

Incluso en la oscuridad del franquismo había humoristas que se reían de un país donde reírse podía costarte el bigote. La transición a la democracia fue la eclosión de todo ese caldo de cultivo que quería respirar en libertad. Es verdad que teníamos violencia, terrorismo, muertes... Pero al mismo tiempo había millones de personas que conjugaron la tolerancia para soportarse mutuamente y hacer de esto un lugar mejor para vivir.

Ahora nos hemos vuelto violentos, irascibles, intolerantes y groseros. No aceptamos que pierdan nuestros equipos. No admitimos nunca estar equivocados. No sabemos dialogar, sino discutir. Sabemos insultar pero no aceptamos críticas. Es la docencia que se imparte en los medios de comunicación de los debates ácidos, los programas espectáculo y el ocio de la violencia. Sólo quiero añadir, para quienes van por ahí gritándole a todo el mundo en plan chulo, que un estudio científico de la Universidad de Cambridge ha demostrado que los monos que más chillan son los que menos esperma tienen. Y lo que es más rotundo, son los que tienen los testículos más pequeños.

Así que ya lo saben. Ese tipo violento que se pasa la vida gritando e insultando a los demás tiene las pelotas como dos boliches de aquellos con los que jugábamos cuando éramos niños. Cuanto mayores sean los gritos, previsiblemente más pequeños serán los testículos. Con razón esa gente se pasa la vida diciendo que hacen lo que les sale de los cataplines. ¿Qué les va a salir de un sitio tan minúsculo, si les pasa como a los monos?

La intolerancia y la violencia, además de con el escaso tamaño de los testículos y del cerebro, tiene que ver con la falta de cultura. Que es otra cosa distinta a la educación. España renunció en algún momento a que sus nuevas generaciones sean personas cultas para transformarlas en personas útiles. Luego vino el paro y la crisis. Y ni una cosa ni la otra. Es verdad que cuando la pobreza entra por la puerta el amor sale por la ventana. Pero la cultura no. La cultura se queda ahí sentada e incluso nos permite esbozar una sonrisa. Qué pena que ya ni siquiera viva con nosotros. La quitamos para hacer sitio a la televisión.