Muy contradictorias son las cifras que, según encuestas recientes, se dan en España. Dicen que la tasa de natalidad es de l,32 hijos por mujer, y que la media internacional es de 2,19. De los 192 países escrutados estamos en el puesto 184, una cifra verdaderamente preocupante. Por otra parte, dicen que estamos situados en el segundo puesto de pobreza infantil y desigualdad de la Unión Europea, y que el "divorcio exprés" sigue al alza, lo que convierte la situación en un panorama alarmante de cara al futuro, que será mejor no pensar.

Desde mi perspectiva de casi octogenario y criado en otro tiempo, aportando seis hijos a la comunidad, debo ratificar que hemos cumplido con creces, sobre todo viniendo de familias muy numerosas. Mis padres me superaron con nueve hijos, y mis abuelos paternos con trece, algo que parece ahora impensable. Hoy los matrimonios o parejas están más entretenidos con la infinidad de alternativas al ocio y procurarse el bienestar, y han dejado a un lado la tarea de procrear. Aseguran pensarlo mucho aduciendo causas económicas, pues prima más afirmar que es carísimo traer un hijo al mundo, con mantenimiento y educación costosa, más que madurar que un hijo representa la continuidad de la especie, ilusión, esperanza y alegría de vivir. Desde mi punto de vista, el matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Tener uno solo crea cierta incertidumbre, traer dos me parece escaso, y creando tres o cuatro da bastante satisfacción del deber cumplido.

La imperiosa necesidad de perpetuar la especie no solo es prioritaria, sino que objetivamente es imprescindible. Antes se decía que un hijo traía el pan debajo del brazo, ahora, siendo exhaustivos, hay que afirmar que aportará una buena parte del ansiado estado de bienestar, pues para tener buena atención médica, pensiones y techo donde vivir, si los españoles no tienen hijos, no se sobrevivirá de aquí a dentro de diez o quince años.

Es cierto que la sociedad no está suficientemente estructurada, y que las desigualdades sociales están a la vista, pocos con mucho, muchos con poco, otros muchos sin nada. Esa es su incongruencia, pero desde que existen las civilizaciones ocurre lo mismo, siempre hay ricos cada día más ricos, clase media arrastrando con los problemas, y pobres sufriendo.

Expuesto el dilema, hay que tratar de averiguar cómo solucionar el entuerto, o por lo menos paliarlo, y para ponernos en marcha precisamos contar con una sociedad justa y con alto sentido caritativo, pues de nada sirve que unos pocos ayuden mientras los ricos acumulan para llevarse su gran legado a la tumba y disfrutar de él en el más allá. La caridad empieza con uno mismo, y cada vez entiendo menos ese afán de hacer dinero y amontonar riqueza, y no sentir empatía y tristeza por la escasez que sufren en sus semejantes.

Dado que con esa forma de pensar no vamos a llegar a ningún sitio, propongo otras alternativas. La primera es evidente, conseguir población activa y ocupada con un sueldo digno, para que pueda acceder a un lugar donde cobijarse, buena sanidad y educación, y que sea respaldada por una justicia implacable con los malhechores. Hay que dejar a un lado que los intereses personales primen sobre los generales, y para ello es indispensable compartir.

Esa es una de las máximas del papa Francisco, siempre apela a la caridad como eje central de su discurso, pero tanto los mandatarios como los ricos hacen oídos sordos a estas consignas, y se limitan a soltar de vez en cuando algunas migajas por aquello del qué dirán. Esta clase de políticos con sus vanas promesas, solo piensan en el quítate tú para ponerme yo, y sus grandilocuentes discursos se lanzan sin ningún sentido común. Los que están, hablan y hablan de sus grandes logros. Para los que persiguen el cargo, todo está mal, y si llego al puesto lo elimino todo. Avanzan proyectos innovadores y de futuro, pero sin ninguna convicción, por lo que parece pura palabrería que lo único que pretende es dividir aún más España, un pueblo lleno de egoísmo con individuos que solo piensan en lo mejor para sí mismos. Lamentable.

Es lícito querer acceder al bienestar, pero no a costa de los demás.

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