Fue en torno a las nueve y media de la noche de este lunes cuando mi teléfono móvil, abortada toda opción de sonido coñazo, se encendió de forma intermitente para avisar de una llamada entrante. Yo estaba lejos, cerca pero lejos, y fue mi hija Carlota la que me advirtió, sin molestar mucho y con su habitual inocencia, de que tenía una comunicación pendiente. Al principio solo vi nueve números seguidos, sin más, aunque esos guarismos en pocos segundos los pude identificar con el fijo de una de mis hermanas. Eran las nueve y media de aquel maldito día y la noticia no podía ser peor: mi verdadero Robinson Crusoe había muerto. Fefo, tío Fefo, con sus largos 80 años, se despidió sin tener que despedirse más, de repente, como queriendo esquivar de una vez, y seguro que diciendo "¡basta ya...!", esa marcha lenta, tramposa y desmemoriada que le habían impuesto hasta el inevitable atraque en el muelle del ocaso.

En ese momento, como siempre ocurre tras aviso tan urgente y rematadamente malo, te quedas planchado y cuesta dios y ayuda reaccionar, decir algo: un "ños", un "por favor", un "pero no puede ser"... Uno no sabe qué hacer, cómo actuar, a quién reflejar su desconcierto y tristeza, con quién meterse o a quién maldecir, cómo dirigirse a los más afectados, cómo abrazarlos y consolarlos, cómo apaciguar tanta pena... Todo se convierte en una gran putada.

A Fefo, tío Fefo (en realidad es tío directo de mi padre y hermano de mi abuela Basilisa), mi verdadero Robinson Crusoe, lo vi por primera vez hace unos 30 años, no más de esos pero quizá sí algunos menos. Ahora no lo recuerdo bien, pero tampoco me empeño en concretarlo porque no es nada relevante. Siempre me apasionó por su bondad, por su humildad, por su amistad cariñosa y por su infinita generosidad, y también siempre me pareció una persona que sabía vestirse por los pies, como mucha gente de la de antes, entre ellos mi abuelo Vicente el Capitán.

Fefo, tío Fefo, uno de los tantos tíos de mi padre (entonces en el campo llovía familias numerosas), era un hombre bajito (como sus otros hermanos) y amigo de la broma y el trabajo, y siempre, hasta el último contacto que entre ellos mantuvieron, hace poquísimos días, estuvieron muy unidos, en todo el tiempo transcurrido tras el retorno de Fefo, tío Fefo, al Atlántico este. Eran amigos y familiares, casi hermanos... Gente buena.

Fefo, tío Fefo, había nacido en el Valle de La Orotava en años de extrema pobreza. Ya adolescente, y no sé si incluso con menos de 18 años, él y algunos amigos de su barrio realejero de La Montaña (gente a la que en algún momento habría que homenajear muy en serio), empujados por la ausencia de futuro en el norte de Tenerife y por la necesidad de contribuir, ¡donde coño fuera!, a la mejora de sus familias, decidieron, desnudos de todo, tomar rumbo a Cuba.

Entonces Cuba era el paraíso más ansiado. Luego lo fue Venezuela, donde mi padre, decenios más tarde, lo emuló, pero antes, mucho antes, en aquel pasado de furia, tristeza y hambre tras la maldita Guerra Civil española y el triunfo del franquismo, el lugar era La Habana, Santiago de Cuba..., casi cualquier puerto de atraque o fondeo en la joya del Caribe.

Fefo, tío Fefo, entiendo que con cuatro harapos en su maleta y con algo de pan duro bien protegido, se metió en el barco junto a sus colegas y dijo adiós a Tenerife. Era un pibe sin estudios y se marchaba inocente de lo que le esperaba, que fue salir de Santa Cruz con destino a Cuba y tener que buscarse la vida primero y ganársela después en República Dominicana, país en el que los dejó el navío averiado y donde estuvo sin contacto directo con su familia de Tenerife muchísimos años..., tantos que Fefo, tío Fefo, vivió más en el Caribe que en Canarias.

Este Fefo, tío Fefo, mi verdadero Robinson Crusoe, nos dejó el lunes por la noche, ya para siempre, pero en mi cabeza, cada vez más atiborrada de datos que ahora sé que sirven de bien poco, he hallado un rinconcito en el que conservar su emocionante historia, y lo haré para siempre. Será mi homenaje personal a este ejemplo de persona y de padre, a este luchador incansable que supo plantar cara al azar y que obtuvo como premio poder pasar los últimos años de su vida, entre los suyos de aquí y de allá (todos ya retornados), en su tierra (entonces menos pobre) de Tenerife.

Ha muerto Fefo, tío Fefo, pero ya vive en mí, ahora más que nunca, el verdadero Robinson Crusoe.

@gromandelgadog