La idea del cambio climático global de origen antropogénico puede que haya comenzado a remitir, tal como se decía que ocurriría con los casquetes polares (por cierto, en la Antártida, a diferencia de en el Ártico, no se ha reducido el volumen global de hielo en las últimas décadas, sino incrementado). Cada vez se toman más en consideración la influencia de factores extraplanetarios sobre los climas de la Tierra, y de factores terrestres como el fenómeno El Niño o la Oscilación del Atlántico Norte. Pero estos factores son más complejos, menos mediáticos e instrumentalizables políticamente, que reducir los graves problemas medioambientales y sociales mundiales al calentamiento global asociado al consumo de combustibles fósiles y a las emisiones de CO2. Por lo pronto, la ONU rebaja 2,7 grados centígrados el posible aumento de la temperatura media a finales de siglo. Por encima de 2, pero lejos de los 4 que pronosticaba como posibles.

Hasta ahora, los escépticos respecto a ese tipo de planteamientos han pasado un calvario, perseguidos por los profetas del Apocalipsis. Eran los "negacionistas", término reservado a los que negaban el Holocausto judío en la II Guerra Mundial: una ofensa gratuita e innecesaria. Dudar ya no era moderno ni científico. Lo que se llevaba son las verdades absolutas, refrendadas -al peso- por "cientos", o "miles" de científicos, cuyas publicaciones eran convenientemente extractadas por el Panel Internacional del Cambio Climático (PICC) de Naciones Unidas.

Los combustibles fósiles no parecen tan escasos ni tan crecientemente caros como se nos decía. Su demonización parece responder más a su reparto desigual que a su capacidad contaminante, que la tienen, y mucho, aunque su consumo no produjera un calentamiento global. De eso se trataba: de reducir el margen de maniobra de algunos países productores, a los que se imponen restricciones, mientras, por la puerta de atrás, se promueve, no tanto las energías limpias, como la nuclear, no exenta de problemas. Esta sospecha se incrementa ante situaciones como el fraude de la Volkswagen: las políticas europeas de control de emisiones, favorables a los motores diesel (menos CO2, pero más contaminantes en nitrógeno y azufre), han servido para crear un efecto de barrera para las importaciones de vehículos norteamericanos o asiáticos, equivalente a la aplicación de un arancel de un 20%. De ese tipo barreras comerciales se trataba también.

En nuestros predios hemos sido testigos de cómo el cambio climático se usa también para justificar supuestas anomalías meteorológicas que desbordan la capacidad de las infraestructuras. Pero no es cierto. Ha habido borrascas, trombas de agua, e incluso fenómenos similares al Delta, en épocas históricas, perfectamente acreditados. Lo que no había entonces era tanta ocupación urbanística del territorio, especialmente en la costa. Ni un sistema de movilidad sustentado en el coche, con sus implicaciones sobre la densidad de la red viaria, desmontes y taludes, en islas con accidentes orográficos y barrancos como los nuestros. Pero lo fácil era responsabilizar a la meteorología "extrema" y a los imponderables del cambio climático.

En consecuencia: hay que reducir todas las formas de contaminación; promover el uso energías más limpias; prevenir las catástrofes de origen natural o humano; y proteger los ecosistemas y especies amenazadas. Pero, para ello, hay que centrar la atención en los verdaderos retos planteados en nuestro mundo, tales como la infravivienda, la sobreexplotación de los ecosistemas o el acceso desigual a los alimentos. Este es el giro que debería dar la Cumbre del Clima de París del próximo diciembre: una elegante, sincera y autocrítica reconsideración, en lugar de un ritual vacío de contenido como han sido otras cumbres anteriores.