En el comienzo de la Metafísica, del siglo IV antes de JC, Aristóteles declara que "por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar". Y me pregunto si se puede extraer esta otra consecuencia: ¿No ocurrirá también que si perdemos el asombro dejamos de pensar en lo profundo y vivimos -y educamos- de un modo muy superficial?

Para empezar, una proposición incontestable: "Lo queramos o no, la vida consiste en gran parte en una serie de actos repetidos". ¿Quién puede negar esto, junto con la lógica consecuencia de instalar la rutina en nuestra vida? Pues bien, "el asombro es lo que da sentido a la rutina". Estas citas las he extraído del libro "Educar en el asombro" de Catherine L´Ecuyer, en el que plantea aprender de los niños pequeños: "El niño se asombra porque asocia los momentos de los rituales a sus seres queridos, a sus compañeros de colegio, a sus hermanos, a la abuela... Es lo que hace la rutina más humana, le da sentido, y le hace asombrarse por lo que hace".

Quizás haya que dar la razón a María Montessori, pues, ya en la primera mitad del siglo XX, exponía respecto a los niños y adultos que "hemos de verlos como formas diferentes de la vida humana ejerciendo una influencia recíproca una sobre la otra. Entonces, la civilización no se desarrollaría exclusivamente desde el punto de vista de lo que es conveniente y útil a la vida adulta (...). Y una civilización más noble emergería".

Resulta fundamental valorar el asombro como fuente de conocimiento, sobre todo en nuestro mundo sobrecargado de estímulos banales en el que corremos el riesgo de una sobresaturación que bloquee los sentidos para captar el misterio. Porque, como afirmaba Einstein, "el misterio es la cosa más bonita que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos". Y más aún: "La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente. Hemos creado una sociedad que rinde honores al sirviente y ha olvidado el regalo".

Habría que remirar el mundo con ojos nuevos, con ojos de sol, en la expresión que tanto gustaba a Zubiri para glosar el mito platónico de la caverna. L´Ecuyer explica que "los niños pequeños se asombran porque no dan el mundo por supuesto, sino que lo ven como un regalo". Y esto permite afrontar la vida con una actitud muy fecunda, la de una profunda humildad y agradecimiento.

Si recuperamos esa mirada de asombro que Catherine L´Ecuyer propone, muchos valores se nos desvelarán, brillando con una novedosa atracción: "El niño es quien nos recuerda los valores de la paz, la solidaridad, la transparencia, la delicadeza, el optimismo, la protección de la inocencia, la empatía, la compasión, la dignidad de la vida humana, la alegría, el agradecimiento, la humildad, la sencillez, la amistad". Nada menos.

Cuánta sabiduría aporta la actitud de aprender de los niños para superar la rutina, para mirar la vida con gratitud, para llenarla de encanto y así superar la desmoralización racionalista-tecnológica y, sin caer en un irracionalismo opuesto, contribuir a transformar esta sociedad adulta y utilitarista en otra llena de valores.

Tal vez, el mejor resumen sea transcribir el poema de Miguel d´Ors, dedicado a su hija Laura de tres años, que pregunta: ¿Y por qué te hago falta? "¿Qué por qué me haces falta? / Pues ¿quién me llevaría / a la rama más alta del verano? / ¿Con quién aprendería a pronunciar / correctamente las palabras verdes? / ¿Cómo iba a saber yo cuando un 8 está triste? / ¿Cómo me entendería con las cerillas?, dime. / Y si nevara -sobre todo, esto- / ¿Cómo distinguiría yo la nieve / minúscula y mayúscula para no hacer el tonto?". Porque, como Heráclito sentenciaba, ya en el siglo V antes de JC, "quien no espera lo inesperado no lo encontrará".

@ivanciusL