Un día de hace algunos años mi padre llegó a casa con la noticia de un hallazgo. Mi madre decía que mi padre, que era su primo, era un hombre "armado en el aire", y algo de eso heredé. Él prefería la fantasía a la realidad, por eso nunca supo administrar el dinero (cuando lo tuvo), pero fue feliz viendo cine o escuchando cómo otros le contaban historias. En la era de la televisión disfrutó sobre todo del humor en la pequeña pantalla, en películas o en programas especiales. Se reía como un niño, con un regocijo inolvidable, o lloraba cuando emitían (cada vez que emitían "Qué bello es vivir", la película de Frank Capra. Cuando murió el cura Antonio de Punta Brava recordó esa película para rendirle homenaje). En realidad, mi padre estaba lleno de fantasías, pero como no pudo cumplirlas se sentía feliz contemplando las que inventaron otras, en el cine, en la tele o en la vida.

Pero un día, cuando ya le quedaba poco tiempo de vida (él no lo sabía, él no lo supo nunca: siempre pensó que sería inmortal), descubrió en un camino de La Guancha una fantasía real, a la que él quiso sentirse asociado para siempre. Él transitaba por todos los caminos de la Isla, al norte y al sur, y en todas partes dejó alguna huella, pues (con mi hermano Paco, en los últimos años) hizo carreteras, cercados, caminos, fincas..., siempre por cuenta ajena, de modo que recorrió, con su camioncito, con su camión, con su coche viejo, todas las carreteras o caminos vecinales que uno pueda imaginarse. Aunque le dijeron (las autoridades) que no condujera, él siguió haciéndolo con la audacia de un adolescente furtivo; cuando llegaba a casa, después de algunos de sus recorridos, señalaba con satisfacción cómo lo saludaban con el claxon sus compañeros conductores, al superarle en las calzadas. Él no podía imaginar que no lo saludaban, sino que le recriminaban la lentitud de sus pasos.

En todo caso, ese hallazgo del que se vanaglorió con justicia le animó esos años últimos, o esos meses. Resulta que había descubierto en un hermoso paraje de La Guancha lo que él aseguraba que era un meteorito, una piedra luminosa que al caer a la tierra desde el espacio exterior se había convertido en una piedra rojiza, de tacto difícil, rocoso. A ese hallazgo casual él le dio la mayor importancia. Nunca le prestó mucha atención a mi profesión, pero en esta ocasión quiso servirse de que yo fuera periodista y me pidió que hablara con alguien del oficio para que inmortalizara (eso quería él, que él mismo se inmortalizara) ese meteorito como un hallazgo que la gente debía conocer. Salvador García Llanos, mi amigo de la infancia, que colaboraba y colabora en el Diario de Avisos, hizo que la foto de mi padre junto al meteorito saliera en su periódico, y eso a mi padre le alivió de los últimos dolores de la vejez.

Pasado el tiempo busqué ese meteorito en La Guancha. Y después de mucha pesquisa lo encontré: habían hecho alrededor una pequeña plaza, muy modesta, en la que destacaba el color rojizo de la piedra enorme y rotunda a la que mi padre le atribuyó no sé qué poderes. Encontrarla me produjo en cierto modo la forma de regocijo que él mostraba ante las fantasías que le contaban otros o que él veía por la tele o en el cine.

Ahora me han venido a la memoria todas estas concurrencias suyas, porque en no sé qué lugar del mundo han encontrado el resultado de una enorme basura espacial, que tiene la forma de una cabeza repeinada y teñida de una oscuridad viscosa y fea. Como buen hijo que quiero ser, debo decir que ese tremendo pedrusco que él halló en La Guancha es estéticamente mucho más valioso; su color rojizo, su hermosa prestancia pétrea, no tienen comparación alguna con esa basura hallada sin duda en un lugar también menos bello que La Guancha. Mi padre, en todo caso, se hubiera reído del hallazgo, como se reía de casi todo lo que se veía por la tele.