Monsieur Hollande condecoró a finales de agosto pasado a cuatro personas con la Legión de Honor francesa; la máxima condecoración del país galo. En un vibrante discurso les puso como modelo de actuación para todos los ciudadanos. Eran los cuatro héroes del tren Thalys que atacaron y redujeron a un terrorista islámico armado con una kalashnikov, una pistola, varios cargadores y un cúter. Se jugaron el pellejo mientras el personal del tren corrió a esconderse en la locomotora cerrando la puerta de seguridad que comunicaba con los vagones de pasajeros.

El señor Hollande, como tantos otros políticos europeos, le dio la máxima difusión mediática al acontecimiento, que se ganó las portadas de la prensa francesa e internacional. Y de paso quiso dar un ejemplo de lo que debe hacer un buen ciudadano a manos limpias cuando algún terrorista armado hasta los dientes quiera acabar con su vida. Con todo eso, por cierto, evitó responder por qué un tipo fichado por la policía española, declarado claramente peligroso y que visitó Siria para recibir entrenamiento militar, pudo conseguir una kalashnikov y munición suficiente y subirse a un tren de pasajeros como si tal cosa.

Los gobiernos occidentales intervienen las conversaciones telefónicas de sus ciudadanos, inspeccionan sus correos, husmean en sus vidas y costumbres, dotan de medios de última generación a sus cuerpos de seguridad, hacen leyes excepcionales, someten a los pasajeros de medios de transporte a todo tipo de revisiones y restricciones y aumentan las plantillas de los agentes de la seguridad... Pero todo eso no puede impedir que el terrorismo mate donde y cuando quiera. Una y otra vez la tozuda realidad nos muestra que los ciudadanos son piezas fáciles para los extremistas islámicos, como se ha vuelto a demostrar el viernes cuando París se convirtió en una carnicería.

La terrible evidencia es que las democracias son permeables para la infiltración de los terroristas. Que pueden mover delante de las narices de las policías y los gobiernos armas, municiones y bombas. Y que pueden atacar en cualquier momento. Esta es la clave. Quienes defienden cada vez más medidas de control, más pérdida de derechos y libertades de los ciudadanos, más poderes extraordinarios para las agencias de investigación y de espionaje, mienten cuando dicen que eso servirá para garantizar nuestra seguridad. No es verdad. Nadie puede asegurar que nuestro pellejo está a salvo de un atentado terrorista. Se puede aumentar el nivel de seguridad, pero es imposible detener a los suicidas.

Esa es la realidad que tendremos que admitir tarde o temprano. Para acabar con el terrorismo hay que cortar las mil cabezas de una hidra que se expande por muchos países. Europa se ha desentendido en no pocas ocasiones de la pelea contra el terror islámico, acobardada por las sangrientas represalias. Pero no nos queda otra que combatirles hasta la extinción. O eso o aceptar que sus comandos suicidas vayan cazando como a conejos a la población indefensa mientras los gobiernos europeos hacen una y otra vez el mismo discurso de firmeza en los funerales.

La publicidad es el oxígeno que respiran los terroristas. Tal vez por eso las imágenes más brutales de los asesinatos del viernes fueron ocultadas a los medios de comunicación. Las redes sociales se volcaron con los mensajes de algunas de las víctimas que se encontraban dentro de una discoteca. Decían que los terroristas estaban ejecutando rehenes, uno detrás de otro, y pedían que las fuerzas de la policía asaltaran cuanto antes el edificio. No fue así. Cuando la policía entró en la sala de fiestas Ba'' ta,clan se encontraron más de un centenar de cadáveres fríamente ejecutados.

Durante esta semana, los medios irán desgranando pequeñas historias dentro del gran relato de la masacre, conoceremos la identidad de los terroristas muertos y hasta nos conmoverá alguna emotiva reacción de la gente, como la de los espectadores del partido de fútbol Francia-Alemania retenidos dentro del campo durante horas, que salieron del estadio cantando La Marsellesa.

Pero la conclusión efectiva de lo que pasó el viernes serán las más de cien tumbas que se abrirán en los cementerios de París. Y la sensación de terror que invade a todos los europeos, que servirá de palanca para que las democracias se vuelvan cada vez más poderosas e implacables en el control y vigilancia de sus propios ciudadanos para defender sus vidas.