La guerra civil nació en nuestra tierra, en el Monte de las Mercedes. No hubo batallas entre nosotros, pero hubo muertos y tristeza, encarcelamientos y asesinatos despiadados que hasta este tiempo resuenan como metáfora cruel de aquella disputa que se libró con sangre y fuego.

Los historiadores españoles y extranjeros han narrado de las más distintas maneras, y desde las diversas ideologías, aquella lucha fratricida y, cómo no, no han ahorrado detalles de esos inicios que sitúan a Franco viajando de Tenerife a Gran Canaria para deliberar, contratar, convencer, y finalmente organizar su acción extremadamente desleal y peligrosa.

Cuando él se fue, camino de África y luego rumbo a la Península, para ponerse al frente de las tropas llamadas nacionales, este lugar se quedó con sus fieles, que tuvieron más poder y mayor fortuna que los defensores de la República. Y aunque la guerra no se libró en las islas, en todas las islas hubo memoria de su daño irreparable.

Muchas personas sufrieron cautiverio y miedo, o miedo y cautiverio, y muchos fueron asesinados, siendo Jinámar, en Gran Canaria, y el muelle de Santa Cruz, además de la prisión de Fyffes, en Tenerife, que fue testigo de anécdotas inolvidables protagonizadas por los presos que nunca sabían a qué hora o cómo se cumpliría su mal destino.

Un conmovedor documental de Miguel García Morales sobre el poeta Domingo López Torres, amigo y compañero de los distintos protagonistas de Gaceta de Arte, evoca el momento más simbólico de la consecuencia más cruel del odio con el que se alimentó la guerra aquí y en todas partes. Como aquí no hubo guerra propiamente dicha, ese asesinato, entre otros muchos asesinatos, sigue teniendo el reflejo oscuro de la venganza: lo mataron por nada, por ser él mismo y por pensar diferente que sus verdugos, por ser leal a una causa legal que tan solo mantenía porque en su ser íntimo, en su civilidad más profunda, quería ser ese hombre y no otro.

La forma de la muerte, que fue común con otros presos entristecidos por la evidencia de su fin, es la que siempre me ha sobresaltado, entre todas las circunstancias de aquella ignominia: lo metieron en un saco (como a los demás), lo ataron, lo tiraron al mar y, para que esa rápida ejecución ignominiosa cumpliera a rajatabla el principio inmoral que la conducía, lo enviaron al fondo del mar con piedras que tapiaran su vida y su destino para siempre.

Me da horror evocarlo y aún escribirlo; hombres matando hombres, seres que no se avergonzaron de llevar hasta ese pozo oscuro de su moral innombrable la ansiedad por servir al dictador naciente y a la consecuente venganza que él excitó en el Monte de la Mercedes, cara al sol y con la camisa nueva.

Nosotros nacimos y crecimos en el desconocimiento de esas circunstancias, y de hecho no escuchamos hablar de ello ni en nuestras casas, porque había miedo, ni en las casas de las mismas víctimas de aquella represión que se ejercía con saña y lejos de la guerra propiamente dicha.

La primera vez que supe de todo eso más de cerca fue una noche en casa de don Domingo Pérez Minik, que sufrió cautiverio en Fyffes. Don Domingo habló de una pistola que había en el desván; para qué la quería, le pregunté. Nunca se sabía, me dijo, qué podía ocurrir después de la guerra. Pero allí la dejó, polvorienta, en el desván, por si acaso alguna vez...

Él nunca usó pistola ni odio, y ahora que los nietos de las víctimas del franquismo han querido aclarar algunos de aquellos hechos, y se han dirigido a instancias internacionales para que les ayuden a restituir la buena memoria de los asesinados, me he acordado de esa pistola cubierta de polvo y de los versos surrealistas de Domingo López Torres.