Bohemio. Fue la palabra más repetida por los familiares y amigos de Mario Rodríguez, el pintor (y poeta) de Los Lavaderos (1930-2002), para recordar su figura. Una imagen de pelo largo y bigote, anillos en las manos y casi siempre de blanco. Calificativo que unieron a "sencillo, humilde, generoso y desprendido, tal vez demasiado". Uno de sus tres hijos, Gilberto, el único varón (sus hermanas son Consuelo y Rosi), junto a viejos camaradas como José o Pedro, organizan una exposición homenaje.

"Ha sido complicado reunir las obras -señalan- porque están dispersas, muchas de ellas en colecciones particulares. Llegaba a cambiarlas por un café. Y, además, su valor ha aumentado exponencialmente tras su muerte". Lógico, pues Mario, así "a secas", expuso en Madrid, Barcelona, Nueva York, Londres, Hamburgo, Grenoble... "Y eso que no le gustaba nada volar", apunta con simpatía Gilberto.

Mario fue practicante en el antiguo Hospital Militar, pero cambió profesión por afición. "Un hombre que amaba la vida, su tierra y al prójimo", resumen los suyos. Muy de Los Lavaderos, donde vivió casi siempre, pero también del cercano Toscal, pues nació en la calle Canales Bajas (Doctor Guigou). Y de toda la ciudad.

"En los bares, entre cerveza y cerveza, pintaba Cristos en las servilletas. Tan efímeros como su legado", señalan. Aunque poco antes de morir "dejó radicalmente el tabaco y el alcohol".

Sus amigos han reunido 25 cuadros y tienen otros 20 localizados. Esperan llegar a los 40 y hay contactos para celebrar la muestra en la sala de su barrio, donde ya intentaron ponerle una calle. Obras de todos los estilos, como artista ecléctico y autodidacta que era. Ya lo dijo él mismo: "No dejaré de pintar hasta mi último aliento. Paisajes, flores, marinas y tantas otras cosas".

Esta frase, rescatada de un viejo cuaderno, "retrata" a Mario, el pintor (y poeta): "Al ver el perfil querido de los montes de Anaga, cuando regreso a mi patria después de algo de ausencia, parecen llorar mis ojos, pero quien llora es mi alma".