Franco se murió de noche pero anunciaron de día que ya no estaba entre los mortales. De eso hizo el viernes cuarenta años, que en España se han celebrado con el sosiego posible en un país que, como el alma de Pessoa, es naturalmente desasosegado. Tanto, que vivió una guerra civil prendida por el propio Franco para subvertir el orden republicano y cegarse de odio contra el Gobierno que le impedía prosperar como quería en el Ejército, entre otras razones que están en las muy diversas biografías que ha tenido el personaje.

De esa larga noche de España, que duró cuarenta años a partir del final de la guerra entre hermanos, hacía cuarenta años también el día en que murió Franco. Muchos españoles esperaban ese momento final con la ansiedad con que se espera el fin de una pesadilla o de un dolor. Muchos tenían guardado el champán desde hacía años, y el dictador no se moría. Era ya un cadáver, pero no se moría; como en el célebre poema, y el cadáver, ay, siguió muriendo.

Cuando al fin ya no pudieron hacer nada los médicos, cómplices de su salud pero sobre todo de su dolor, que prolongaron cruelmente, en todas las casas que desearon que ese episodio tremendo que fue la dictadura quedara atrás en la vida y en el tiempo, se descorcharon esas botellas y se gritó el júbilo por la desaparición de un fantasma que hizo de sangre las sábanas de sus apariciones. En mi propia casa, en Vistabella, Santa Cruz, la noticia se supo por la radio quejumbrosa de esos días (se estaba muriendo el padre de la Patria, se murió finalmente, su presidente lloró al anunciarlo) y bastó con gritar "¡Ya!" del patio a las habitaciones para que todo el mundo supiera qué significaba ese adverbio de tiempo.

Se supo de día y murió de noche. Y fue, lo que siguió, como pasar de la noche al día. Fue un tiempo oscuro el de Franco; él mismo era un hombre oscuro, mediocre, rodeado de mediocres que se tomaron en serio la tarea de decidir por otros y de proclamar que la política era una de las malas artes y que la democracia era un invento del diablo. En la defensa de las ideas que lo llevaron al poder después de lucha tan cruenta y fratricida, siguió matando hasta dos meses antes de su fallecimiento, entubado hasta la herida por médicos que quisieron atarlo a la vida para que siguiera atando la vida de los españoles.

Así que su defenestración, por causas naturales, se recibió como un soplo de aire fresco que dura hasta hoy. Hubo, tras su muerte, amenazas ultraderechistas, asesinatos (de la ultraderecha que lo recordaba, y de ETA, que siguió en su trinchera absurda, confundiendo al mundo sobre la legitimidad de sus asesinatos ignominiosos), pero salió adelante la Transición democrática y España ha vivido tiempos de esplendor. Ha sido, por decirlo en contraposición con el hecho de que Franco supuso la noche, como si viviéramos de día. Ahí se hicieron leyes para ayudar a convivir entre diferentes, los partidos políticos fueron el pasaporte hacia la integración en Europa, se hicieron unos Juegos Olímpicos modélicos, se trabajó en una Exposición Universal que puso al sur de España en el mapa de las comunicaciones y de la tecnología, y en general el país se fue superando a sí mismo hasta ser uno de los más prósperos del continente y del mundo. Ahora vivimos a dos velas, en cierta manera, pero sigue siendo de día.

Ahora que han pasado cuarenta años de su desaparición, al viejo dictador le han salido algunos nostálgicos que no superan el centenar, que suspiran por Franco como suspirarían por el Cid Campeador o por el Capitán Trueno, siendo estas dos últimas figuras mucho más interesantes y legendarias que este hombre cuya figura entubada lo representa ahora mejor que la ridícula prestancia que quiso mantener hasta el último discurso, que fue pronunciado después de condenar a muerte a los últimos ejecutados por su Régimen. Ya estaba entubado, pero él no lo sabía. Y cuando murió "¡Ya!" era una buena expresión para despedirlo. Quería decir que se había hecho de día en España.