Las reformas en casa son un coñazo. Uno nunca encuentra el mejor momento para poner patas arriba la vivienda y proceder a la reparación de aquellas zonas que se han deteriorado: esa humedad en una esquina, el viejo sistema eléctrico... Pero hay situaciones en las que la obra es inevitable, como en el caso de los daños causados por un temporal o cuando la degradación por el paso del tiempo hace que la vivienda sea insegura. Y, normalmente, después de las reformas la gente se queda bastante satisfecha, porque a pesar del costo y las molestias, el resultado mejora la calidad de vida.

La Constitución del 78 tiene ya desde hace tiempo las suficientes goteras como para que en este país se hubiese acometido el estudio reflexivo de un arreglo de aquellas zonas más deterioradas. Pero los españoles nunca han sido de reformas, sino de mudanzas. De hecho en vez de reformar las constituciones siempre hemos optado por cambiarlas. Aunque eso sí, metiendo por en medio, entre una y otra, un periodo variable de dictaduras, divisiones y ocasionalmente mucha sangre.

El presidente Rajoy ha dicho alguna vez, a regañadientes y en gallego, algo parecido a que la Constitución del 78 se podría reformar. Que es como decir que el Dépor podría ganar la Liga. Por poder, podría, pero no es algo que pase frecuentemente. Es exactamente lo contrario de lo que piensan los socialistas. Para Pedro Sánchez la manera de encauzar los sentimientos de independencia de los catalanes es a través de una reforma constitucional que permita que algunos territorios o nacionalidades tengan unas condiciones de autogobierno y otros tengan otras.

El problema para el PP y el PSOE es que el deseo de Cataluña ya no es situarse en un terreno fiscal excepcional, como Navarra y País Vasco. Eso fue, pero ya no es. El "pacto fiscal" ya no vale como respuesta a quien quemó sus naves políticas y carece de retirada. La exigencia de soberanía no suele ser negociable. Pero cuidado, porque a veces se obtiene exactamente lo contrario de lo que se persigue.

Una reforma constitucional es impensable en medio de un desgarramiento territorial. Cambiar el texto del 78 no puede ser fruto de la coacción, sino del consenso. El gran error de Artur Mas no es el deseo de independencia, que es legítimo, sino subordinar ese proyecto a sus propios intereses electorales, saltarse los plazos, burlar los cauces de la democracia y producir una situación traumática que puede cauterizar para muchas décadas cualquier tipo de progreso en el autogobierno de Cataluña. Y de paso, jeringar al resto del Estado justificando el retorno a un modelo centralista.

Sólo los coletazos del terror, que hemos vivido en estas últimas semanas, han podido oscurecer informativamente el penúltimo naufragio de Convergencia, que, en el colmo del surrealismo, se presenta a las elecciones generales de un Estado que niega; que se lanza desesperada a recuperar un espacio liberal que perdió en el fragor de su "menage a trois" con la izquierda independentista más radical y que, para rematar, se puede ver obligada a repetir elecciones autonómicas en marzo del próximo año. De fracaso en fracaso hasta la traca final.