No me gustan las peleas. Casi siempre que hay una bronca sale alguien perjudicado, y a veces salen perjudicados todos. Pero que no me gusten las peleas no quiere decir que justifique la cobardía o que personalmente me achante cuando alguien busca jaleo. Hay peleas que merece la pena luchar, y la Historia está llena de ejemplos, ejemplos muchas veces sangrientos en los que murieron miles de inocentes. La Segunda Guerra Mundial fue sin duda una guerra que había que ganar, y que se ganó recurriendo a todo lo que había a mano. En el debe de quienes la ganaron está Dresde, el bombardeo de ciudades sin interés militar, el abandono de los judíos a su suerte, la brutalidad del castigo soviético, el sacrificio inútil de millones de personas, Hiroshima y tantas otras salvajadas. Pero al final de una pelea lo único que se recuerda es quién la gana...

A veces las peleas comienzan por una nimiedad o una torpeza, a veces son fruto del rechazo a una calculada voluntad de dominio, otras son consecuencia o respuesta a provocaciones insoportables, y muchas veces son mera cuestión de supervivencia. En todos los casos, meterse en una pelea no es nunca una buena opción, aunque a veces sea la única opción posible. Pero, aunque pueda parecerlo, no hablo de Historia: viene todo esto a cuento de que desde hace unos meses, con cínico desparpajo, un tipo que ha logrado vivir bastante bien del periodismo, poniendo su pluma al servicio de distintas, cambiantes y contradictorias causas, anda buscando bronca. No lo hace al servicio de un proyecto, un grupo o un interés concreto, por más que a algunos pueda hacerles creer que se trata de eso. Es bronca por la bronca, por venganza de quienes no le han dado lo que pide, por superar su propia nimiedad y hacerse notar, por machacar a quienes no claudican ante sus amenazas y exabruptos. Se trata de alguien bien conocido, un periodista envilecido por la impunidad, que destila en sus escritos una intolerable zafiedad y machismo, que utiliza la técnica de no referirse a los demás por sus nombres y apellidos, pero se cuida de identificar con claridad a los destinatarios de sus vejaciones e insultos, sobrepasando frecuentemente -incluso para una sociedad tan laxa en estos asuntos como es la nuestra- el límite de lo que se puede dejar pasar. Lo definen su cobardía para asumir las propias acciones y un gusto bellaco por zaherir en lo íntimo y más familiar a las personas, sin darles posibilidad de respuesta, porque sus insultos quedan protegidos por el muro del disimulo. Cree este hombre que para eludir justicia o respuesta basta con no poner los nombres de quienes se difama con mentiras desde un pringoso blog, convertido en su última arma de extorsión y chantaje. Pero la nuestra es una sociedad isleña, una sociedad chica, en la que todos nos conocemos y sabemos de quién se escribe y por qué.

Este trabucaire mediático, saltimbanqui de lealtades, se crece en los conflictos que se producen entre políticos, entre grupos económicos y entre medios de comunicación, porque es solo en los conflictos donde su pluma a sueldo y sin reparos resulta útil e incendiaria. Es una vergüenza que aún siga medrando y sacando provecho de que la nuestra sea una sociedad en permanente pelea. Pero él ya carece de cualquier crédito. No le respeta -ni le quiere- absolutamente nadie. Y no hace falta que les diga a quién me refiero. Ya saben todos ustedes que es a Andrés Chaves.