El corrector de pruebas es (ay, ¡era!) un personaje fundamental en los periódicos; sin que ellos lo revisara no iba nada a imprenta, porque su firma era el nihil obstat incluso para lo urgente. El corrector no era una figura simbólica en las redacciones, sino la ilustre presencia de una confirmación de los textos, en todos los sentidos: por el contenido, por la ortografía, por la sintaxis, por la adecuación de las definiciones del diccionario a los textos de los periodistas. Ahora esa presencia se ha relajado, por la crisis, hasta desaparecer lentamente: los periódicos están ahora peor escritos o, al menos, peor revisados por los propios periodistas, que solemos ser tan veloces como descuidados.

EL DÍA de mis tiempos tuvo correctores de pruebas enormemente exigentes, que además eran discretas, excelentes personas. Yo era un chiquillo cuando los conocí, y en cierto modo fueron mi refugio aquellas noches en las que allí había gente muy mayor a las que yo miraba con un respeto imponente. Ellos me ayudaron a conducirme en ese mundo en el que empezaba a desarrollar el oficio. Para ellos, para muchos allí, yo era Juanito, como otro Juanito inolvidable, que llevaba el cuarto oscuro de la fotografía. Eso ya no existe, como se sabe, igual que no existen los correctores.

Coincidí muy poco tiempo con Juan Pérez Delgado, que siempre firmó Nijota. Era como su caricatura: su nariz notable, su cara resuelta como en una curva interrumpida por esa prominencia, y en su boca el cigarrillo y la ceniza. Como ya estaba jubilado de su oficio de corrector sólo iba al periódico los viernes por la tarde, a corregir sus propias colaboraciones dominicales. Muchas veces iba con su gran amigo (y algo pariente, creo recordar) Domingo Pérez Minik, que venía también a entregar su colaboración. A Nijota le daban su artículo; era una prueba de imprenta pasada por agua, que él miraba por encima de sus gafas cortadas. Corregía con la eficacia de un veterano, llevaba él mismo el papel a la imprenta y regresaba a charlar con don Domingo y con los redactores que estaban por allí. Yo era consciente de que estaba contemplando los últimos trabajos de un personaje impar en la sociedad de la isla.

Fueron sus sucesores José Morales Clavijo y don Pedro Hernández. Morales Clavijo era Clavijo para todos, ni don José ni Pepe. Era un hombre que había pasado por algunos tragos difíciles en la vida, y los había superado con enorme entereza, pero le quedó una herida que lo hacía parecer distante y suspicaz, pero era altamente generoso y respetuoso, hasta términos emocionantes. Y Don Pedro. Para los demás era Pedro, pero la primera vez que me dirigí a él lo llamé don Pedro y desde entonces hasta que me fui del periódico y de la isla siempre aquel hombre humilde e inteligente, tranquilo y sensato, fue don Pedro. Dejé de verlo, como a muchos otros, cuando me fui a Inglaterra y dejé de trabajar en la isla, pero su figura es tan inolvidable para mi como su generosidad conmigo. Ahora me acabo de encontrar, en la casualidad de los aeropuertos, con su hija Loli, matemática; fue muy emocionante recordar con ella a su padre, compartir una memoria singular: a mi me daba apuro irme a dormir al Colegio Mayor San Fernando, donde estaba mi cama, a las horas de la madrugada en que terminábamos de trabajar. Y entonces él, que lo sabía, me llevaba a su casa, me preparaba una cama. Y ahí dormía yo, un intruso en su casa.

No sólo por eso es inolvidable para mi; era un hombre leal y sereno, un buen consejero. Me dice Loli que cuando estaba a punto de morir, en 1995, a los 75 años, quiso llamar a quince personas claves de su vida, personal y profesional. Ella me dijo también las últimas palabras que le escuchó. Estas palabras mías ahora son para darle un abrazo a la memoria de aquel gran hombre norteño que hizo de la sonrisa la frontera de su timidez.