Estamos en plena campaña electoral de cara a las próximas elecciones nacionales, donde todos los analistas políticos reconocen que nos jugamos nada menos que el futuro de nuestros hijos; porque, si no apostamos por el equilibrio presupuestario, la moderación política, el sentido común y la defensa de las clases más desfavorecidas de la sociedad, huyendo, en lo posible, de revanchismos y revisionismos sectarios, entonces nos veremos abocados a padecer una fractura social y económica que puede retrotraernos de nuevo a situarnos en la casilla de salida.

En esta era de las nuevas tecnologías los políticos que aspiran a dirigir nuestros destinos no pierden la oportunidad de aparecer en todos y en cada uno de los medios de comunicación que se encuentren a su alcance, y la mayoría de ellos se están repitiendo más que un anuncio de turrones, de esos que vuelven a casa por Navidad. Dicen lo que se supone que los votantes queremos oír; prometen lo que saben que no van a cumplir; arreglan todos los problemas repartiendo un dinero que no dicen de dónde lo van a sacar -aunque es evidente que de nuestros bolsillos a base de subirnos los impuestos-; vaticinan la felicidad generalizada...; pero de lo que no hablan es de lo principal: hacia qué tipo de sociedad nos quieren llevar.

La mayoría de los países desarrollados se caracterizan por llevar a cabo unas políticas en materia demográficas que rozan con el suicidio social, es decir, la baja tasa de natalidad que padecen dichos países, entre los que destaca España, no permite el normal desarrollo de un deseado y necesario relevo generacional. Este problema -porque sin duda lo es, y muy grave- se conoce como el "invierno demográfico" o "suicidio demográfico"; y puede ocasionar, más pronto que tarde, unos desastrosos efectos políticos, económicos y sociales.

Si se trata de asegurar la sostenibilidad de las pensiones, tal y como vamos, se está produciendo un déficit generacional de más de un cuarto de millón de nacimientos. O, dicho de otro modo, nos estamos convirtiendo en un país de ancianos, donde la edad promedio de vida se está situando en unos 80 años, por lo que España se puede considerar como una sociedad menguante que medio se salva por el flujo de inmigrantes que recibe cada año.

Según fuentes del Instituto Nacional de Estadística (INE), este año bajaron los nacimientos y aumentaron las defunciones, confirmando la tendencia decreciente de la pirámide poblacional española. De hecho, es la primera vez que se registra un crecimiento vegetativo negativo en un semestre desde 1999. Las cifras registradas en el primer semestre de 2015 están lejos de las que arrojaron 2011 o 2010 en el mismo periodo cuando, pese a estar en caída, se produjeron, respectivamente, 230.568 y 233.737 nacimientos entre enero y junio.

El futuro que nos aguarda, si los políticos siguen vendiéndonos humo y no se dedican a arreglar realmente nuestros problemas, como sería apostar por un tipo de sociedad donde prevaleciera la defensa de la natalidad, será realmente penoso. España necesita más niños. Para ello sería necesario un pacto político a nivel nacional donde se propongan planes realistas para que las familias -principalmente las mujeres- puedan compatibilizar el trabajo y la familia sin que vean recortados sus salarios ni sus derechos laborales.

Pero también hace falta un cambio de valores de la actual sociedad civil; un compromiso global que nos conduzca a priorizar lo que realmente importa: la familia. De lo contrario, nuestro futuro más inmediato será la soledad: sin hijos, sin nietos y casi sin sobrinos; además de no tener el dinero suficiente -porque no habrá quienes trabajen para pagar nuestras pensiones- para poder seguir viviendo, al menos, dignamente.

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