La revolución bolivariana ha conseguido algo que parecía imposible. En sólo quince años ha logrado transformar completamente un país con graves problemas de corrupción y pobreza. En tan escaso tiempo Venezuela se ha convertido en un país arruinado, donde la miseria se ha extendido como una democrática enredadera por toda la población, en el que los ricos se han dado a la fuga, las empresas han cerrado o han sido nacionalizadas para transformarse en un agujero negro de pérdidas, donde la censura ha caído sobre los medios de comunicación y en el que la corrupción lejos de desaparecer o mitigarse se ha institucionalizado.

La industria agroalimentaria ha caído a la mitad en una República que tiene hoy un déficit fiscal cercano al 20%. La inflación acumulada desde enero es del 220 por ciento y los expertos advierten que el año próximo puede llegar al 800 por ciento si se siguen imprimiendo billetes sin respaldo. De 58 productos que integran la cesta de la compra, 22 no se encuentran habitualmente en las tiendas, desabastecidas. Los herederos de Hugo Chávez han embarrancado la revolución bolivariana en un fracaso económico y social que ha tenido la respuesta en las urnas. La caída del precio del barril del petróleo ha sido la puntilla para quienes lo habían fiado todo a las rentas del oro negro fracasando en la gestión pública de las empresas nacionalizadas y de la economía productiva.

Los resultados de las elecciones a la Asamblea Nacional venezolana son incontestables. Los partidos de la oposición han logrado una mayoría que supone un contrapoder a la presidencia de Nicolás Maduro. El Gobierno bolivariano ha aceptado el resultado de unas elecciones en las que ha salido ampliamente derrotado, como vaticinaban las encuestas. Hay que reconocerle ese mérito. Pero hay sombras. Como las primeras declaraciones de Maduro advirtiendo que "ahora los venezolanos se darán cuenta de que nosotros somos la paz en Venezuela".

Aunque los excesos verbales del presidente son bien conocidos, la amenaza de desórdenes o de violencia que presagian sus palabras son preocupantes. Sobre todo después de una campaña donde un candidato de la oposición murió tiroteado en un acto electoral. Otro camino peligroso sería que Maduro, en los días que quedan hasta la constitución del nuevo Parlamento -cinco de enero-, apruebe una nueva Ley Habilitante -o la prorrogue- que conceda a su presidencia la posibilidad de gobernar por decreto sorteando la nueva mayoría legislativa.

Las incertidumbres son, por lo tanto, muchas. Las urnas no han sido el final de nada, sino el principio de casi todo. Por mucho que la oposición, hoy victoriosa, haya planteado una reconciliación pacífica -una transición-, no va a ser nada fácil que se produzca entendimiento con un aparato del Estado colonizado por el movimiento bolivariano, por familiares, amigos y paniaguados, y con un amplio elenco de líderes opositores encarcelados o represaliados.

Nicolás Maduro, al final, perdió. Era de cajón. El día antes de las elecciones salió en todos los periódicos estrechando la mano de Zapatero.