Aquella mañana tan turbia y revuelta tomé el zumo primero y el café después en el lugar cálido y recogido de siempre; esta vez con la única diferencia posible de casi siempre: la invitación de algo, un cortado, al personaje de barrio de siempre, quizá el hombre más madrugador, sin necesidad alguna, que haya conocido siempre.

Termino con la primera rutina de la jornada, dejo un fiado, el mismo de días anteriores, y me encamino a hacer colas y más colas (nunca como las de antes del bombazo de Lehman Brothers) en avenidas casi contiguas si no fuera por la intromisión de la TF-5.

Desde el último cambio horario, el trayecto es más sobrio, aburrido, que el retraso aplicado a los relojes así lo ha querido al borrar del mapa los amaneceres variados y brillantes, aunque es verdad que las sorpresas no siempre provienen de estallidos de sol que rompen la noche, sino que muchas veces basta con las idioteces y memeces de políticos y otros interlocutores que pueblan las ondas cuando la manecilla chica del reloj está a punto de conquistar el ocho. De esta forma tan metódica y cronometrada, transcurren muchos amaneceres instantáneos de gente que camina sola en coche, envuelta en las boberías que por fortuna no siempre vomita la radio.

Freno, pongo el intermitente y tiro de mando a distancia. Lo hago en la última avenida de mi anodino trayecto de diez minutos, el de la misma pisada las cinco mañanas. Esta vez llego a buena hora: sin demora, sin prisas, sin agobios. Paro y entro con cuidado, con puntería y precaución para evitar la marca de una raya blanca en el costado derecho. Pillo bajada, corta pero pronunciada; pulso otra vez el mando y ya, casi sin enterarme, he superado la piscina vacía.

¡Piscina vacía! Qué metáfora más perfecta de estos días sin luces, sin cubierta, sin llenado, sin agua, sin lo básico: el agua en la piscina, lo que hace al vaso vaso y a la piscina piscina. Sin agua el vaso es vidrio vulgar y sin agua la piscina es crisis, crisis e incontestable pobreza, el antes que no ha podido arreglarse y hoy sigue produciendo agonía; de ahí la necesidad de un boca a boca, de un trampolín o de alguien que vuele teniendo alguna opción de no partirse la crisma sobre azulejos llenos de musgos secos y negros, de alicatados rotos y cortantes, de vergüenza que se fotografía simulando desierto y abandono.

Estoy dentro del todo. En el recinto. Cierro el contacto. Me bajo del coche. La radio no suena. Me da por pensar. No sé muy bien por qué. Tantos años después de tomar avenidas, tramos de la TF-5 y ramblas, y de hacer colas, recuerdo que en todo este tiempo, que ya son años (surge la letra de la canción), lo único que jamás ha cambiado, ni un ápice, son las respuestas fieles de las dos puertas, perfectas cumplidoras, y la piscina vacía, el escenario que todas las mañanas me avisa de que ya ha pasado más tiempo del soportable metido en esta mierda llamada crisis.

¿Cuánto tiempo más teniendo que ver esa maldita piscina vacía? ¿Cuántos meses o años quedan por delante? Necesito certezas, que ya no me valen los brotes verdes o su secuencia preparada de similares. Certezas, solo certezas. Y que de una vez llenen, que es hora, la piscina vacía, para zambullirme en el icono del futuro existente, del cambio que resplandece en los ojos de la gente.

Estoy junto a la puerta del aula y no tengo las llaves. Tampoco están en el coche. Debo regresar a casa. Pienso en que esta vez haré dos veces el mismo recorrido. No me hace ilusión, pero soy como las dos puertas. Giro, camino y abro la primera, luego la piscina vacía y por último la segunda. No hay cola. La radio está apagada. Confío en que esta vez sea posible. Tomo la avenida y desando el camino. Siento que no pierdo la esperanza.

@gromandelgadog